martes, septiembre 04, 2007

LA HUMILLACIÓN DE EINSTEIN

Elisa era una mujer solterona, de camino a vieja. Por más que quiso atrapar a un hombre para pasar las noches en compañía, no logró que ninguno se atreviera a firmar el acta matrimonial. A saber si sería por los hábitos de orden y limpieza que tenía. Algunas de sus peculiares manías, entre muchas otras de sus intimidades menos aptas para contarse, eran que nada más entrar algún pretendiente a la casa, le aclaraba que después de usar el inodoro limpiara el asiento con las toallitas cloradas que tenía sobre una repisa y que por favor no se olvidara de bajar el asiento después de orinar. Luego, si las cosas se ponían cachondas, antes de hacer el amor lo obligaba a darse una ducha, exigía que se cepillara los dientes tres minutos y se lavara después la boca con buches de enjuague bucal de menta. Si alguno se sometió a sus extravagancias no volvió para repetirlas. Todo esto me lo contó la misma Elisa, pues era mi amiga desde que estábamos en la secundaria. Por más que yo le decía que hacía mal, que esas cosas las dejara para cuando ya tuviera diez años de casada, que se dejara llevar por la pasión del momento y que más valía que se diera prisa en conseguir marido so riesgo de perder el tren. Pero nada. Elisa era de esas personas que tienen las costumbres fijas como con clavos de acero. Una vez siguió mi consejo de ir al psicólogo para curar su personalidad obsesiva-compulsiva mas su obcecación no le permitió modificarla. Así pasaron los años, se fue quedando cada vez más sola y entonces fue cuando decidió comprarse un perro. Total, los hombres ya no se iban a fijar en ella y no iba a permitir cambiar su escrupulosidad por la volátil merced del amor, decía

Einstein cambió su vida. Era el compañero ideal, alegre, vivaz, amoroso y sobre todo, inteligentísimo. Elisa estaba sorprendida de su capacidad de entendimiento. Tal vez por ello se dirigía a él como si se tratara de una persona.

— ¡Einstein! ¿no te parece que ya has ladrado suficiente desde que pasó ese perro callejero? Por favor ten piedad de mis nervios.

Y Einstein, la miraba con sus ojos brillantes mientras escuchaba atento con las orejas paradas. Se daba la vuelta silencioso y obediente, y se iba a sentar a su rincón preferido.

Cuando yo iba a visitar a Elisa, me reconocía de inmediato y se acercaba moviendo la cola para saludarme. Daba un par de ladridos de bienvenida, se sentaba luego frente a mí y me miraba ladeando la cara levemente, lo que yo entendía como un ¡hola! ¿Cómo estás, cómo va todo?

Einstein demostró lo mucho que sus actitudes se asemejaban a las de los humanos cuando cierta tarde invité a Elisa a celebrar el cumpleaños de Eduardo, mi sobrino de diez años. La fiesta era en el jardín, por lo que le dije que trajera a su perro para que no se quedara solo. Por allí estaba el Chihuahua de mi prima Catalina, ladrando sin parar y aun más cuando Einstein apareció. Sorprendido de ver que no era el único invitado de su especie, observó primero con curiosidad, luego con superioridad al enano gritón color canela. No sé si fue por que levantó las orejas respingando la nariz como si le picara por la pimienta al mismo tiempo que volteaba la cara peluda hacia otro lado, que adiviné un gesto de desdén en el Fox Terrier. Luego, indignado por la vulgaridad de tener que convivir con un inferior, se mantuvo silencioso sentado con la cabeza muy erguida en postura orgullosa el tiempo que duró la fiesta, mirando los niños jugar sin hacer caso del Chihuahua que lo provocaba gruñéndole y ladrándole de cuando en cuando, aunque huía después cobardemente detrás de las faltas de su dueña.

Elisa no cambiaba sus mañas. El pobre de Einstein pagaba por ellas con mustia resignación. Como cuando lo cepillaba durante una hora intentando enderezar el pelo enroscado del animal. Recortaba cada pelo que le parecía feo o más largo que los demás y le limpiaba y peinaba los pelos que parecían barbas en la cara. La tortura tenía sus recompensas, pues Elisa, al finalizar la sesión de estética, lo colocaba frente a un espejo y lo adulaba diciéndole:

— Einstein, no dudes de que has quedado como el Fox Terrier más hermoso de todo el país. Debes sentirte orgulloso de tu porte y elegancia.

Einstein examinaba su apariencia y a juzgar por su expresión, razonaba caninamente que puesto que su ama estaba complacida, el resultado había sido satisfactorio. Su meneo de cola y su paso frente al espejo varias veces indicaba que estaba de acuerdo con su ama.

Fue en una de esas sesiones interminables de embellecimiento que Elisa tuvo una crisis debido a su trastorno. Una garrapata enorme, que debía haberse metido quién sabe cómo al jardín, estaba anclada al cuerpo de Einstein cuando Elisa la tocó al estar bañando al perro. Ella gritó desquiciada por el asqueroso descubrimiento. Einstein no hallaba qué hacer, sabiendo que se iniciaba una catástrofe empezó a temblar como una gelatina. Agachó las orejas y salió precipitado del agua salpicando la alfombra hasta que llegó a su rincón donde se agazapó. Con el corazón latiéndole como loco, desde allí blandía las pupilas enmarcadas en expresión acongojada esperando lo peor,

— ¡Pero esto es inaudito Einstein! ¿Así me pagas los modales que te he enseñado? Siempre creí que eras un perro pulcro, que respetarías el hogar que te he dado. Pues ¿dónde demonios te has metido para coger un parásito que sólo los perros vagabundos tienen? ¡Y mira nomás cómo me has dejado la alfombra! todo debe estar contaminado, ¿qué voy a hacer ahora? ¡Vamos, sube al carro que vamos enseguida a cortarte el pelo al rape, no puedo tenerte en casa sin estar segura de que no llevas más despreciables sanguijuelas como esa!

Se puso unos guantes plásticos a la vez que trataba de evitar las arcadas para sacar al asustado Einstein que no sabía qué diablos le depararía el destino ahora.

Dos horas después Elisa y Einstein volvieron a casa. Elisa me llamó todavía con la voz tremulosa por el asco del recuerdo y me contó todo.

— ¡Y ahora estoy quitando la alfombra, y mañana tendré que fumigar el jardín! No voy a poder dormir esta noche pensando en las garrapatas.

—Cálmate, le dije. Algún perro callejero infectado se echaría en el jardín y dejó los ácaros. Bastaba con que lo hubieras llevado al veterinario. Una loción medicada y listo. ¡No tenías por qué haberle cortado todo el pelo!

—No importa, estamos en verano, hasta más fresco se sentirá.

Fui a ver a Elisa una semana después. Einstein estaba en su rincón deprimido y sin comer. Elisa me dijo que estaba así desde que le cortó el pelo. Al verse en el espejo desnudo, sus formas se delineaban ridículas. El color de la piel era sonrosado y sólo tenía pelo en la cara, lo que en conjunto, le daba un aspecto risible. Era claro que su orgullo se sintió humillado. Lloraba todo el día y apenas comía y si llegaba alguien, no salía a recibirlo por la vergüenza. Así permaneció dos semanas más hasta que notó que su apariencia era temporal, pues el pelo crecía de nuevo.

2 comentarios:

Arevalo dijo...

Yo pensé que Elisa iba a mandar disecar a Einstein.

spadelosviernes dijo...

Pobre Einstein (lo tengo contrastado con un yorky que le toca pelado cada verano) y pobre Elisa. Porque vaya vida.
Besos