sábado, junio 30, 2007

LA MAQUILADORA FRIBO ABUSA DE SUS TRABAJADORES

Los trabajadores de la empresa Fribo, S.A, de Sacatepéquez en Guatemala, denunciaron la serie de abusos a los que los someten sus patrones en clara violación a sus derechos laborales enviando una carta al National Labor Committee (Comité Nacional Laboral), un organismo no gubernamental que ayuda a defender los derechos humanos de los trabajadores en la economía global. De acuerdo a la carta de denuncia de los trabajadores, esta empresa, que se dedica a la confección de prendas de vestir de la marca Daisy Fuentes, una famosa modelo y actriz portorriqueña, maltrata a sus trabajadores como si fueran esclavos gritándoles y humillándoles; roba las deducciones destinadas al Seguro Social dejando a los empleados y sus familias sin prestaciones de atención médica y pensiones; niega a las mujeres el derecho al período de lactancia después de la maternidad; niega atención médica en caso de accidentes de trabajo o enfermedad; obliga a los trabajadores a trabajar 60 horas a la semana; no les paga las horas extras; descuenta horas por minutos de llegadas tarde y despide a los trabajadores sin ninguna indemnización. Además, exponen que las condiciones laborales son deplorables, pues no hay agua purificada, papel de baño ni jabón, ni sillas en suficiente cantidad y tampoco hay comedor para tomar los alimentos.
Por estos vergonzosos abusos, la cadena Kohl´s, que vende la línea de ropa de Daisy Fuentes en exclusiva, ha retirado la ropa de sus tiendas. Kohl´s ha declarado que compra la ropa a través de P.A. Group, quien a su vez declaró que le preocupan las denuncias de los abusos a trabajadores guatemaltecos y que confía en convencer al dueño de la fábrica, un surcoreano, en mejorar las condiciones laborales.
Es increíble que las autoridades guatemaltecas permitan estos abusos en las maquiladoras extranjeras en su país y que los trabajadores tengan que recurrir a organismos internacionales como el National Labor Committee para que su voz sea escuchada. Es también lamentable que los propios guatemaltecos a cargo de la empresa sometan a sus connacionales a métodos salvajes y violen las leyes para favorecer a una empresa que paga 25 centavos de dólar a sus empleados por cada blusa que cosen que luego son vendidas hasta en 38 dólares cada una en Estados Unidos. Es preocupante que las empresas en la cadena de producción se laven todas las manos y solamente “confíen” en que el dueño de la maquiladora pueda mejorar las condiciones y frenar los abusos.
Esta es la realidad que enfrentan muchas maquiladoras.
En Guatemala y en el mundo.
Lee la carta de los trabajadores aquí:http://www.nlcnet.org/article.php?id=347

jueves, junio 28, 2007

BREVE HISTORIA DE LAS MAQUILADORAS EN CIUDAD JUÁREZ

Este blog estaría incompleto si careciera de una buena referencia sobre la historia de las maquiladoras en Ciudad Juárez. De los documentos dispersos que se pueden localizar en la red de Internet, hay uno desarrollado por la Maestra Guadalupe Santiago Quijada, del Departamento de Historia de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ) donde hace una cuidadosa relación de los orígenes allá por 1965 y posterior desarrollo de la industria; las diferentes épocas de crisis por las que ha atravesado y el impacto que éstas han tenido sobre la fuerza laboral juarense. Recomiendo la lectura de este documento a todos aquellos interesados por conocer con mayor detalle la historia de las maquiladoras. Aquí enlazo el URL http://docentes.uacj.mx/rquinter/cronicas/maquilas.htm del sitio Ciudad Juárez, Cronología del siglo XX, que además contiene otros artículos sobre la historia de Ciudad Juárez apoyados en investigaciones que han realizado académicos de la UACJ.

martes, junio 19, 2007

MI VIDA EN JUÁREZ



Un fragmento del siguiente texto fue seleccionado para formar parte de una antología representativa de los textos participantes en el concurso Mi Vida en Juárez, donde sólo participamos mujeres juarenses. La Editorial Porrúa es la responsable de su próxima publicación este mismo año.

Después de leer el diario del domingo me quedo con la idea de que Juárez es un eructo pestilente, una cloaca que recibe las inmundicias de muchos desagües y me pregunto hasta dónde su descomposición ha penetrado en mi espíritu.

Apenas amanece y después de un café enciendo el viejo carro y enfilo hacia el Poniente. Es una mañana clara y aunque no ha terminado el invierno, no hace frío. Los vientos de los días pasados se llevaron la espesa capa ennegrecida de humo, por eso puedo ver claramente los contornos grises de los cerros. Desde el punto donde estoy está el Cerro Bola a mi izquierda y junto a él, el que le dicen Cerro del Águila; a su derecha, uno más que no sé si tenga nombre. Su cima achatada se ve aun mejor que las de los otros y se distinguen las casitas salpicadas hasta la mitad de su altura. Su letrero “LA BIBLIA ES LA VERDAD, LÉELA” en gigantescas letras blancas se lee desde cualquier punto aunque no quiera uno. Es feo, y delata la ingenuidad de quienes a falta de esperanzas fincadas en bases reales, apaciguan sus temores y anclan sus sueños en la invisibilidad de su fe.

Hoy me levanté con el impulso de hacer un recorrido por los lugares que me traen recuerdos para hacer un breve repaso de mi vida en esta ciudad, como volver atrás las páginas de un libro para intentar aprehender la esencia de lo leído. Por eso subí al carro y aquí voy, esquivando el nervioso tráfico de las ocho de la mañana. Ciudad Juárez ha moldeado mi ánimo y me ha dejado un regusto amargo. Creo que en parte es por la aridez de la tierra que cada año se levanta en airadas tolvaneras que pueden durar semanas. El viento entonces se adueña de todas las flautas y sopla una melodía inquietante mientras la arena penetra en los intersticios cubriendo todo y dejando un paisaje lunar. Por eso en el juego de naipes de mis sueños, a veces aparece uno que me lleva a ese paraje solitario donde sólo me acompaña el ulular triste del viento. En parte también porque Juárez es una encrucijada donde se arremolinan demasiadas ambiciones, como una alcantarilla donde abundan alimañas que se aniquilan unas a otras. Enterarse a diario de las muertes de la vorágine de este lugar no es música para el alma.

Por fin llego a una de las colonias donde viví en mi infancia cerca del Panteón Tepeyac. La casa estaba sólo a pocos metros del panteón y por eso mis hermanos y yo jugábamos entre las tumbas. Yo me ponía a leer los nombres y los epitafios en las lápidas y me gustaba recorrerlas todas para ver cuál era más bonita. Algunas tenían fotografías de los que habían muerto y me entretenía viéndolas. Si la imagen parece lúgubre, entonces a mí no me lo parecía. A los siete años la muerte no tiene un significado preciso. De hecho, quizás fue la época que más disfruté la fantasía de ser niña. También jugábamos en La Piedrera, muy cerca del panteón. La Piedrera era un molino de piedra a donde llevaban rocas grandes de todos colores y texturas para partirlos en trozos más pequeños según los pedidos de los clientes. Alrededor del molino había montículos rojos, blancos, amarillos que nos sobrepasaban en altura y era divertido subirse a ellos y tener la sensación de estar en las alturas contemplando un paisaje multicolor; o jugar a las escondidas alrededor de ellas. Un disco de fierro abandonado, con el eje clavado en la tierra - tal vez en otros tiempos parte de la maquinaria del molino - nos servía como tiovivo al que mientras uno hacía girar, otro se sentaba en él para dar vueltas y más vueltas hasta marearnos y reír como pequeños ebrios de alegría.

¿Cuándo se acabó la fantasía que me hizo enfrentar una realidad para la que no estaba preparada? ¿Será tal vez cuando fui con mi madre al centro y al dar la vuelta en una esquina una imagen me estremeció? Ahí, sentado sobre un trozo de cobija estaba un hombre cuya parte superior del cuerpo era normal, pero sus piernas, que se convulsionaban sin control y descubiertas a propósito para despertar compasión, eran del tamaño de las de un bebé. Pedía limosna con una lata en la mano. Después del susto pregunté a mi madre y me dijo que había personas así en el mundo. Entonces supe que existía el sufrimiento, la pobreza, la deformidad y sentí que una parte de mi inocencia escapaba para siempre. ¿O será cuando mi padre abandonó el hogar dejándonos a mi madre y siete hermanos a la deriva? De ahí en adelante la miseria se apoderó de nosotros como una ladrona y ya no se apartó hasta que nos torturó las entrañas con el hambre y dejó que el invierno nos helara los cuerpos y las almas. Todo eso nos dejó marcas como de estigma y yo nunca más volví a disfrutar la infancia.

Pensando en estas cosas no me di cuenta que la luz verde del semáforo encendió y el que iba en el carro de atrás lanzó un insulto a mi madre. Tomo la Avenida Insurgentes hasta la Avenida de la Raza, después la Juárez-Porvenir para entrar al Parque Industrial Bermúdez y paso por la primera maquila en que trabajé cuando cumplí los quince. A esa edad no es fácil acostumbrarse a una jornada de trabajo completa y a la disciplina de un horario. Detengo el carro y miro el edificio que me trae recuerdos de otros tiempos más difíciles. Adentro pasé muchos años de mi vida. Suena un timbre y salen los obreros a desayunar, la mayoría son muy jóvenes y ya llevan el peso de una dura responsabilidad. Muchos de ellos ya son padres o madres y eso complica aun más la vida.

Trabajé en maquiladoras treinta años. Las cosas para los obreros han mejorado en todo este tiempo. Ahora hay autobuses que van a todas las colonias – no como antes - y uno puede ver a las horas de entrada y salida de los trabajadores cientos de autobuses polícromos en procesión hacia los parques industriales acelerando para llegar a tiempo. El chirriante barritar de sus frenos desvencijados se deja escuchar cada vez que la luz de los semáforos se pone en rojo. En el centro, miles de trabajadores con batas de trabajo de colores también, que las empresas les dan para diferenciar sus puestos, se arremolinan como hormigas para subir o se desperdigan en desbandada al bajar de los autobuses.

La maquila logró que mi economía mejorara hasta que la empresa quebró y para no pagar las indemnizaciones de acuerdo a la ley, inventaron razones para despedir a todo el personal. Fue un golpe bajo. No nos pagaron ni la última semana trabajada. De pronto me encontré en la calle con cuarenta y cinco años, una edad que no cumple los criterios de contratación de las maquilas, que te condena a una pensión raquítica y a pasar de hábil empleado a vendedor de burros o de productos Avon. Doy una vuelta más por el parque mientras las volutas de mis recuerdos hacen círculos y se elevan hasta desaparecer.

De camino al Centro por la Avenida Ribereño volteo hacia el Bravo, en otros tiempos de aguas caudalosas y protagonista de películas del Oeste. Allí donde miles de mexicanos de todo el país se cruzan arriesgando la vida todos los días. Ese río que ya no es, es el culpable de la maldad que nos invade, la tenue línea que nos separa del otro mundo que es mejor y a donde todos quieren irse: a trabajar, a vender drogas, a huir, a conseguir papeles de americano, unos llevan, otros traen y muchos mueren en el intento. Me viene a la memoria esa vieja canción: “Ahí yo me moriré, a la orilla del río…”

Recorro las calles hasta llegar al mercado en el centro. ¡Qué bullicio! Los olores de muchas comidas mezcladas con los olores del drenaje y del smog flotan, hieren las fosas nasales y llegan revueltos como amasijo a mi estómago vacío hasta provocar náuseas. La gente cruza descuidadamente y la plaza frente a la catedral está inundada de todo tipo de personajes: los que piden o venden algo, los que pasan, los que miran, los que tienen la cabeza baja, los que sólo están por estar. Con los años y los nuevos centros comerciales, el antiguo centro se desmorona como un viejo abandonado a su suerte.

Mientras tomo la Vicente Guerrero en dirección Oriente para regresar a casa pienso que no todo lo que la vida en la frontera me ha dejado es malo con todo y su hervidero de problemas. El puñado de los valores más importantes que me inculcaron mi madre y algunos de mis maestros me acorazaron para aguantar las embestidas de la vida a pesar de la descomposición que me rodeaba. Los sinsabores personales han sido compensados por tiempos breves pero intensos y plenos de felicidad. La disciplina de un trabajo duro y las cosas que aprendí me hicieron luchar por mejores puestos y me prepararon para competir. A pesar de las terribles pérdidas de mujeres, hombres y niños por la violencia familiar, la ignorancia, el narcotráfico, la drogadicción, el alcoholismo, la inseguridad, la impunidad, o todo ello, puedo ver a través de la niebla a aquellos que como yo luchan todos los días por dignificar su existencia y valoro a los juarenses que intentan permanecer erguidos con la cabeza fuera de la mierda.