domingo, octubre 30, 2005

DESEO


Ahí estaba ella. Brillante, apetitosa, pequeña. La recuerdo desde el primer momento que llamó mi atención cuando estaba de visita en casa de mi abuela. La primera vez que la vi fue a través de la ventana. Nos separaba un gran patio tapizado de hojas – tal vez era otoño - donde al fondo había varios árboles que a mi edad parecían inmensos. La distancia que nos alejaba era - parecía al menos - gigantesca y allí estaba ella, tan sola, y su lozanía irradiaba y parecía invitar a acercarme. Imaginaba su aroma y sabor, su jugosidad.

¿Qué hacía allí? Los árboles pudieron haber sido olmos, definitivamente no plantas de mandarinas. Era tan sobrenatural; parecía como si estuviera decidida a tentarme pero era tan lejana, ¡jamás podría alcanzarla! La casa de la abuela no tenía acceso a ese patio de la tentación y todo lo que yo podía hacer era desear a través del cristal de la ventana esa pequeña imagen color naranja, adivinar su aroma, su sabor y sobre todo, cuestionar su aparición en ese sitio. Además estaba sola, entre el abandono de las doradas hojas secas, condenadas a la putrefacción en el suelo. Por la noche soñaba que al fin atravesaba la puerta – que no existía - y corría a cogerla, acariciarla, saborearla y sentía la dulzura de su savia chorrear por mis comisuras.

Nuestro encuentro no fue posible. Pregunté a mi abuela:

¿Qué es aquello redondo de color naranja que brilla a lo lejos del patio trasero?

- Una mandarina. Alguien la habrá arrojado allí –

- ¿Una qué? ¿Se puede comer?

- Claro! Son muy sabrosas, ¿nunca has comido una?

- No. ¿Puedo salir a cogerla?

- No, porque no hay salida hacia la parte trasera de la casa; pertenece a los vecinos. Si quieres una mandarina iremos a comprarte una.

- Es que yo quiero ésa.

- Esa no se puede, ya probarás una cuando te la traiga del mercado.

- ¿Qué pasará con ésa?

- Seguramente se pudrirá ahí en el suelo, es sólo una mandarina!

Los días siguientes atisbé por la ventana para ver a mi mandarina inalcanzable. Mi mandarina inmóvil querida que nadie había querido coger, que jamás sería mía. Su color fue cambiando del naranja encendido al marrón pardo, luego al oscuro. Perdió su luminosidad a los pocos días y yo sentí como un reproche su transformación. Era tan bella y dejé que perdiera su hermosura y sentí que la traicioné y que murió de tristeza esperándome. Pero yo tenía cinco años y no supe luchar por ella. Fue mi primera experiencia dolorosa con el deseo.


viernes, octubre 28, 2005

EN MEMORIA DE MI HERMANA DORA



Durante mucho tiempo quise recordar ese, el día de tu partida de alguna forma, decirles a todos pero sobre todo a ti que todos los días me saltas al pensamiento sin saber muy bien cómo ni por qué. Son pequeñas cosas, preguntas que me hago, imágenes que me vienen o si no, cuando me acuesto y todo se queda quieto y en silencio. Entonces me acuerdo del dolor que nos dejaste dentro y no estoy muy segura de dónde viene pero me figuro que sale de lo que nos faltó, de no haber sabido consolarte, de haber permitido que te nos fueras con tanta tristeza. Tú, cuidando que no te viéramos doblarte para que no nos acobardáramos; nosotros, escondiendo las lágrimas para no hacer más dolorosa tu agonía. Pero todo fue inútil. Al final nos quedamos tú, amordazada el alma; nosotros, ahogados nuestros sollozos. Por eso permanecen en el recuerdo sólo las miradas anegadas, llenas de asombro ante lo incontestable de la muerte. Debió haber sido distinto. Debimos habernos permitido la libertad de una despedida, debimos haberte abrazado y decirte lo mucho que te amábamos y sentíamos que te fueras así, tan sin esperarlo y debimos haber llorado juntos todos. Al querer hacernos fuertes enmudecimos y al fin te dejamos partir con los brazos extendidos, el alma expectante, el adiós inconcluso.

Hoy 28 de Octubre hubiera sido el cumpleaños de mi hermana Dora.
Dora era trabajadora de la maquila como yo.
Murió de cáncer de mama a los 36 años, hace ocho años ya.
Una enfermedad que no es mortal si se previene y detecta a tiempo.
Yo y mi familia la recordamos con amor este día.

domingo, octubre 23, 2005

EL SEÑOR PATALETA

Nos reunimos cada mañana a las siete en la sala de juntas. Es una sala grande con una mesa de mármol ovalada. Poco antes, los diez o doce corremos como hormigas alocadas - así como cuando fumigan el hormiguero – con montones de reportes y gráficas inútiles en la mano y leyendo a toda prisa los reportes del día anterior intentando preparar respuestas lógicas para los problemas irresueltos. La pequeña cafetera del rincón no es suficiente para tantas tazas y los que no han terminado de imprimir sus reportes miran con angustia desde lejos cómo el nivel de café va disminuyendo y se resignan a sufrir la junta sin siquiera el consuelo de una taza de café. Poco a poco vamos entrando como actores a la palestra y ocupando nuestro sitio alrededor de la mesa mientras pensamos quién de nosotros será esa mañana el objeto de su ira. Todo sonrisas, el señor Pataleta hace su entrada. Intenta ser gracioso y comenta el partido del fin de semana – la imaginación y el intelecto no dan para más –. Su actitud aparentemente jovial y optimista no revela sus verdaderas intenciones. Luego da una lección a los retrasados cerrando la puerta una vez que ocupa su lugar.

Esta mañana, el señor Pataleta quiere fomentar el compañerismo y antes de empezar, se le ocurre practicar una técnica recién aprendida en un curso de superación Dale Carnegie: todos debemos darnos los buenos días (a pesar de que ya nos habíamos saludado hacía una hora) con un abrazo. La resistencia es notable pero nadie replicamos, somos un manojo de criaturas manipulables dispuestas a hacer el ridículo a cambio del sustento. Después de los abrazos aderezados con forzadas sonrisas, la junta comienza y cada uno presenta el estado de cosas y enumera soluciones probables. Pataleta conmina a los participantes a no limitarse a decir la información, sino a hacerlo con entusiasmo y animación, incluso obliga a repetir el discurso a quienes le parecen apagados, como si se tratara de una clase de oratoria.

El sonriente rostro inicial de Pataleta se va descomponiendo cada vez que se menciona un problema mientras nuestro nivel de tensión va aumentando de manera directamente proporcional a su rabia. Ayer fue porque a una máquina se le rompió una parte y no hubo refacciones; hoy porque no se cumplió el programa de producción; mañana porque los materiales llegarán tarde. Si el problema es muy serio, seremos los testigos aterrados de una transformación Jekyliana y al final de la junta terminará con estrabismo, la boca retorcida, los pelos crispados y poco faltará para que eche chispas por los ojos y espuma por la boca.

Cuando se enoja, que es casi todos los días, la agarra contra uno y no lo suelta, igual que lo hace un perro pit bull con su presa, se le traban las quijadas y la zarandea por horas hasta que se hace necesario que alguien intervenga. Se le van torciendo cada vez más los ojos y los argumentos de tal modo que su víctima desatina a reaccionar coordinadamente. A veces temimos que alguien fuera provocado al límite y devolviera la agresión psicológica con una física, pero no, el poder somete y aniquila aunque provenga de energúmenos como Pataleta. Cuando la junta se acaba todos suspiramos aliviados menos uno: el depositario de su cólera. Sabemos que una vez todos fuera, la puerta se cierra detrás nuestro con Pateleta y su presa dentro. Dios lo agarre confesado.

Ah! Pero a Pataleta no le gusta despedirnos sin lo más importante. Antes nos hace recitar una especie de himno al entusiasmo, también creación Dale-Carnegiana. A mí se me pone la cara roja de vergüenza y a los demás también, pero nadie decimos nada por temor a represalias. A uno de nosotros le corresponde cada mes dirigir la mentada cantaleta que al final termina con un entusiasta brinco ridículo. El mes que me tocó a mí decidí largarme para siempre antes que convertirme en la títere entusiasmada de Pateleta.


jueves, octubre 20, 2005

TRABAJOS DISTINTOS - COMENTARIO

Muy decepcionante me resultó la lectura del libro Trabajos Distintos Una aproximación evolucionista a las mujeres en el trabajo. Según el autor, las diferencias de salario y jerarquía que se dan entre hombres y mujeres en los puestos de trabajo son indiscutibles, pero estas diferencias, no pueden atribuirse simplemente a la pura discriminación. Sostiene que en muy buena parte eso se debe a las diferencias con que han evolucionado los sexos y que así como la naturaleza nos dotó de grandes cerebros y pulgares oponibles así también las diferencias sexuales - producto de las diferencias en los sistemas de crianza de los niños y de las influencias culturales en el curso de la evolución humana - se extendieron al temperamento y al comportamiento y por lo tanto, en ello estriba el que las mujeres no alcancen la paridad en el ámbito profesional en el mundo actual.

En su libro, Kingsley Browne analiza los rasgos de la selección sexual (competencia entre machos) de los hombres, y las diferencias entre estrategias reproductivas (el macho debe demostrar que tiene éxito para poder aparearse)y justifica con ellos su conclusión de que el hombre es por ello más competitivo y agresivo que la mujer en el mercado laboral. Subraya que la teoría evolutiva predice que los hombres presentarán un mayor afán de prestigio, competitividad y disposición a correr riesgos que las mujeres, y que las mujeres presentarán mayor inclinación a la crianza y asegura “... no es la falta de capacidad de capacidad femenina, sino más bien de diferencias en las actitudes respecto al fracaso, lo que lleva a las mujeres a evitar las situaciones competitivas” Está en desacuerdo con los partidarios de que estas diferencias son “invenciones sociales”, pero es que fue en realidad la sociedad y no la biología quien decidió que los hombres han de ser competitivos, agresivos, dados a correr riesgos, y las mujeres dadas a la crianza, cooperativas y menos abiertamente agresivas.

Es innegable que el evolucionismo dotó a las mujeres de unas características de comportamiento que a pesar de los tiempos que corren todavía persisten y que éstas se reflejan forzosamente en el desempeño profesional de las mujeres, pero no impide que sus logros y nivel de competitividad sean comparables a los de los hombres. Desengañémonos, es muy probable que la discriminación de género tenga causales multifactoriales que pueden variar dependiendo de la región del mundo donde se presente, pero no se pueden argumentar razones evolucionistas para explicar la enorme desproporción en salarios y jerarquía. Además, de cara al futuro es innegable que las mujeres tendrán cada vez una participación mayor en todas las esferas y no podemos detenernos a analizar – como sugiere Kingsley – si las mujeres debemos o no actuar en base a los rasgos adquiridos o heredados. Los tiempos exigen otra actitud, olvidémonos del pasado del macho cazador/hembra recolectora-criadora. Mientras el Estado no garantice equidad de género a través de legislaciones y estructuras que aseguren leyes y prácticas en la fuerza laboral que no obstruyan ni condicionen su participación; leyes que garanticen igual número de puestos en la organización para hombres y mujeres; leyes que las protejan de discriminación durante el proceso de contratación; leyes que aseguren salarios iguales que los hombres; leyes que garanticen su derecho el ejercicio de autonomía reproductiva, las mujeres seguirán relegadas y consignadas a un status inferior en detrimento del avance de la sociedad. Los hombres deben también adaptarse al nuevo rol de las mujeres, con menos familia, un trabajo y en ocasiones mejor salario. Deben apoyarlas en las tareas domésticas para alentarlas de ese modo a tomar más riesgos y aceptar más responsabilidades en sus puestos de trabajo.

Trabajos Distintos
Una aproximación evolucionista a las mujeres en el trabajo

Editorial Crítica, Barcelona
Año 2000
104 páginas

domingo, octubre 16, 2005

JUAN MOSCA

A mi hermano le salvó la vida una vez. Quién iba a decir entonces que a él nadie sería capaz de salvar la suya no mucho tiempo después.
Lo recuerdo jugando al fútbol cada tarde en las calles polvorientas de mi barrio. Los muchachos improvisaban la cancha delimitando el perímetro con piedras grandes en las esquinas y en los lados, y para establecer las distancias medían con pasos. Para las entradas de las porterías medían 5 o 6 pasos y ahí marcaban los extremos con piedras o manchas de cal blanca. Cuando pasaba algún carro interrumpían el juego para hacerse a un lado. A Juan le decían el Mosca porque estaba más prieto y renegrido que los demás. Tenía el pelo tan negro que le azuleaba cuando el sol caía a plomo en su melena revuelta por la carrera del juego. Eso, y unos ojos grandotes y saltones bastaron para que los muchachos le pegaran el mote; así hacían con casi todos para realzar un rasgo o cualidad. Al principio se enojaba porque le llamaban Mosca pero luego se fue acostumbrando. Yo los veía jugar de lejos cuando regresaba de la maquila, o por la ventana cuando estaba en casa los fines de semana y me asomaba para ver dónde estaba mi hermano. Veía levantarse la polvareda en la calle sin asfaltar mientras corrían sudorosos pateando y disputándose la pelota. Juan Mosca sobresalía entre todos porque estaba más alto, fuerte y fornido que ellos – que no sobrepasaban los 14 años - y tal vez por eso era el líder de la pandilla. De vez en cuando, en el verano, a escondidas se iban a bañar al río y ahí aprendían a nadar entre las aguas chocolatosas del Bravo. Fue en una de esas escapadas que mi hermano casi se ahoga cuando se le atoró un pie entre las ramas del fondo del río mientras los demás chapoteaban un poco más lejos de él. Su poca fuerza de niño y la corriente del agua le impidieron zafarse y empezó a manotear desesperado por la falta de aire hasta que se rindió y empezó a hundirse con el cuerpo ya lacio. Pero Juan Mosca se dio cuenta de su ausencia, nadó a toda prisa hacia él y con todas sus fuerzas lo jaló hacia arriba tirando de su melena hasta que lo sacó a la orilla (mucho tiempo quedaría con el cuero cabelludo adolorido por el tremendo jalón). Entre varios lo acostaron boca abajo y lograron que vomitara el agua tragada hasta que reaccionó. Mi hermano nunca nos contó nada para evitar una paliza de mi madre y si no hubiera sido por Juan Mosca ya estaría en otro mundo.
Nos contaría la proeza de Juan Mosca después de que se suicidó un par de años más tarde. Se tragó una botella entera de insecticida Baygón cuando se enteró de que su novia salía con otro. Los muchachos del barrio decían que se había muerto cual si fuera una mosca, pero lo cierto es que Juan Mosca fue el niño héroe que murió de amor.


miércoles, octubre 05, 2005

TRES RECUERDOS COLGADOS DE LA NARIZ

UNO
El trabajo de Sandra consistía en doblar y empacar guantes de látex de cirujano durante nueve horas. Una banda transportadora dividía los operadores que doblaban el guante de la mano izquierda de los que doblaban los de la derecha. Puesto que el producto era de aplicación médica, tanto el ambiente como la indumentaria de los trabajadores debía estar perfectamente limpio y por eso Sandra llevaba un uniforme azul proporcionado por la empresa incluida una gorra de tela para mantener el cabello recogido. El maquillaje y la pintura de uñas estaba por supuesto prohibido para prevenir cualquier contaminación de los guantes. El trabajo de Sandra era sencillo pero muy tedioso, pues la operación de tomar el guante izquierdo del contenedor, sacudir el talco excesivo, luego doblar hacia atrás el área de la muñeca y por último colocar el guante doblado en el contenedor de cartón, se repetía miles de veces en el turno. Millones de minúsculas motitas de talco blanco ennubecían el aire cada vez que se doblaba un guante. Al final de la jornada Sandra - y todos los demás- terminaba con toda la cara, incluyendo cejas y pestañas polveadas de talco blanco como si estuviera preparada para actuar en el teatro como fantasma o espíritu del más allá. Pero sobre todo, llevaba siempre el olor del látex colgado a la nariz que no la dejaba ni cuando se había lavado la cara y las manos y se había quitado el uniforme azul.

DOS
Cuando uno pasaba cerca de la fábrica de dulces hasta jalaba el aire para el dulce aroma de los caramelos de todas las clases imaginables que allí se producían, se podría decir que en varios kilómetros a la redonda el olor lo invadía todo. Desde caramelos de menta de esos que tienen forma de bastón y se venden en Navidad, gomitas de naranja y otras que eran de tres sabores y espolvoreadas de azúcar glass, hasta caramelos de chocolate rellenos de cajeta eran solamente algunas entre la gran variedad que esa empresa fabricaba según me contaba mi amiga Ivette. Alguna vez, me llevó una bolsa llena de caramelos que habían sido rechazados por Control de Calidad porque la concentración de sabor canela estaba excedida y los dulces estaban muy picantes, entonces ella contó que tiraron una gran cantidad y algunas bolsas fueron repartidas entre los trabajadores que las quisieron. No era lo mismo pasar por la fábrica y llenarse la nariz del aroma dulce que trabajar nueve horas allí dentro, oliendo el fuerte aroma de los concentrados. Por eso renunció Ivette a la fábrica de dulces y ahora trabaja en otra empresa conmigo. Llegaba con jaqueca a casa todo el tiempo y sólo pensar que al otro día tenía que volver la exasperaba.
TRES
En cuanto pasaba por la puerta de entrada Armando ya sentía el picor en la nariz causado por el olor ácido de los rotores de aluminio pasando por el horno calentado a más de 400 grados Fahrenheit. A pesar de tener potentes extractores, al sacar los rotores calientes para insertar las flechas y luego enfriarlos con agua, el vapor que despedían llenaba toda el área de producción de un olor metálico intenso. Pidió un cambio de área de trabajo alegando dolor de cabeza, pero en la nueva sección a la que fue asignado, las bobinas de los motores eran impregnadas con un barniz y luego pasaban por un horno a 230 grados para curarlo. El olor era menos molesto pero Armando había trabajado veinte años en una empresa de ensamble donde no había procesos de horneado y no había olores en el ambiente. Había sido feliz trabajando en ese lugar pero la empresa se fue de la ciudad y tuvo que buscar empleo nuevamente. No estaba seguro de si era la añoranza o los olores de la nueva compañía lo que lo tenían en ese estado, pero cada mañana que pasaba su tarjeta por el reloj marcador, el olor – que sentía más fuerte a esa hora - lo invadía de tristeza.