Me gustan las almohadas. De niña, una vez fui a la casa de una compañera que estaba en mi clase. Su casa era de dos plantas. Enorme, comparada con el departamento donde vivíamos apiñados como dulce de muégano ocho hermanos, mi madre y yo. Subimos a la segunda planta porque quería mostrarme su recámara. Era por la mañana y el sol que entraba por una ventana grande daba de lleno sobre una cama que no había sido arreglada todavía. La luz, que descubre lo hermoso o lo terrible de las cosas dependiendo de las circunstancias, hizo que mi atención se enfocara sobre ese nido infantil de sábanas revueltas y almohadas radiantes de blancura. El desorden en conjunción con la luz, daban la sensación de esa tibieza que queda al salir de de la cama después del sueño e invitaban a tumbarse sobre ella abrazando esas almohadas. No recuerdo nada más de la habitación de mi amiguita. Mi mente capturó esa única instantánea enfocada sobre la cama de las almohadas blancas.
Sobre una mesa, un reproductor de música desvencijado al que sólo le funciona la radio, toca una melodía romántica. Son las siete de la mañana del lunes. Acaba de empezar el turno y todos lucen cansados por el fin de semana. La mayoría de los trabajadores del área de almohadas vinieron a trabajar el sábado y el domingo también, nueve horas cada día. No han tenido un día de descanso por eso están hoy callados, pensativos. Sobre las máquinas y las mesas quedaron las almohadas del día anterior esperando el siguiente paso del proceso. De pronto me pareció que el tiempo se detenía en ese paisaje que hiere con su blancura. Me detuve a observarlos. Cosas vivientes ralentizadas, obligando torpemente a los miembros entumecidos a funcionar como cuando cae una nevada y hace mucho frío. Escuchan esa canción lenta mientras las almohadas empiezan a recorrer el proceso hasta salir empacadas. Treinta costureras alineadas en dos filas de máquinas de coser Juki empiezan a coser las almohadas blancas y gordas, sujetándolas de un extremo como si fueran pavos americanos de Día de Gracias a los que estuvieran a punto de cortarles el pescuezo. Un nuevo día igual que todos comienza.
1 comentario:
Y ese milagro? Nos tenías como la estrofa esa de la canción de José José, cuyo título se parece tanto al de tu relato. "Sólo está mi almohada."
Bueno, gracias por volver!
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