jueves, noviembre 11, 2004

CAMPANAS LEJANAS

Esa mañana se levantó más temprano que de costumbre para redoblar el esmero que ponía en arreglarse. Hasta las uñas de los pies recibieron un insólito pedicure y esmalte igual al de las uñas de las manos. Empolvó cada dedo de los pies con talcos perfumados, tenía tiempo de sobra. Se aseguró que el maquillaje no fuera más llamativo para no despertar sospechas, pero sí cuidadosamente aplicado para que el delineado no quedara torcido o una mejilla no quedara de un rubor más intenso que la otra. Eso sí, el lápiz de labios era nuevo, de un color que resaltaría lo carnoso de sus labios. El escote de la blusa no era casualidad, como tampoco el pantalón negro que le marcaba las formas. No era una varita de nardo, pero tenía unos rasgos hermosos y una edad en la que el deseo estallaba en cada paso que daba. Nomás que Héctor ni cuenta se daba.

Cuando se fue a vivir con él tenía apenas 16 años y él también. Inexpertos y ansiosos manoseos adolescentes más que caricias no lograron más que aparcar unas emociones que ilusioramente había creído mágicas. Pronto Héctor tuvo la oportunidad de practicar más sus artes amatorias cuando su inmadurez y y juventud lo llevaron a conocer íntimamente a más mujeres, especialmente cuando se marchaba por temporadas a trabajar ilegalmente a los Estados Unidos. Total, era lo que todos hacían, la costumbre se vuelve tradición, y la tradición, ley, no? No así Aurora, cuya maternidad y respectiva carga de responsabilidades, junto con un marido egoísta y muchas veces ausente sellaron (creyó que para siempre) sus esperanzas de tener una cama dichosa.

Por eso Alberto (más avispado en los asuntos de amores que Héctor) quien empezó a pasar por ella para llevarla a la maquila ya que vivía por el mismo rumbo y trabajaba en el mismo lugar, pronto advirtió cierta falta de alegría en su carita seria. Esa alegría que queda después de la fiesta del amor, que mueve a cantar y a reír con frescura y que ella no tenía. Fue entonces cuando se lo propuso y ella no pudo ni decir que no, aunque fuera para guardar un poco las apariencias, ansiada como andaba la pobre.

Esa mañana fue la primera vez de muchas en que Aurora inauguró sus sentidos y descubrió el sonido de las campanas del clímax y pudo distinguir auroras boreales con los ojos cerrados y las piernas abiertas.

A pesar de su indiferencia Héctor no tardó demasiado en notar una cambio insólito en las costumbres de su mujer y una llamada de la maquila inquiriendo por la ausencia de Aurora en horario de trabajo alertaron sus sentidos. Y más por defender el agravio a su posesión que por recuperar su amor siguió cada día como felino depredador las huellas en el camino de Héctor y Aurora a la maquila. Su acecho llegó a su fin cuando una vez la ruta se torció hacia un hotel de paso. No necesitó más pruebas, ni recordarse a sí mismo el rosario de culpas que engarzó en cada beso que bebió en otro lecho. La esperó borracho y con pistola en mano.

Pero Héctor era un cobarde y queriendo matarla y matarse, se atravesó un bala en una parte del cuerpo que difícilmente terminaría su existencia. Unos cuantos días de cama y estaría a salvo.

Aurora ya no se perfuma el alma por las mañanas ni se pinta coqueta la sonrisa. Obligada por Héctor ha renunciado al trabajo y a la posibilidad del éxtasis de amor. A veces cierra los ojos y busca el recuerdo de aquel sonido que la hizo feliz.

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