Dedicado a Beverly Contreras
Llevan ya dos horas bajando la barranca. Es el tiempo en que vienen los chabochis y compran sus artesanías. La madre de Felipe intuye que pronto nacerá su hijo y no le vendrá mal algo de dinero, por eso lleva cestas para vender tejidas allá en lo alto. De esas que caben una dentro de otra hasta completar cinco o seis, como Matrioshkas que usan para las tortillas, las semillas y los chiles secos. Felipe lleva atadas al cinto varias flautas de carrizo que le amarró su madre a la faja con un mecate. Es la primera vez que baja a vender a los chabochis, pues es pequeño todavía y llevarlo siempre a Creel, el pueblo más grande de la sierra, sería un estorbo más que una ayuda. Más de dos horas para bajar a paso breve se hacían casi tres con Felipe, luego había que volver y la empinada subida era más pesada todavía.
Para Felipe la bajada es toda una novedad. Desde allá arriba, de día, sólo alcanza a imaginar trozos de lo que esconde la inmensidad del paisaje de roca, que muestra al sol sus desnudeces detrás de la vegetación perfiladas contra un fondo muy azul, como una mujer que mostrara sus carnes sobresaliendo de un ligero vestido verde. Abajo alcanza a ver el empequeñecido río que corre abajo, muy abajo; pero de noche, la negrura desaparece el paisaje y entonces el misterio de las estrellas y la luna lo fascinan.
Acá abajo sin embargo, uno se fija más en la gente y en las cosas, deja de sentirse tan chiquito, y puede que por mirar a la gente, se olvide de mirar a las estrellas, como lo hace Felipe cada noche de verano acostado en el petate afuera del jacal, cuando juega a coger estrellas. Alza los brazos y junta las manitas ahuecándolas hasta atrapar la más brillante, y si la estrella es suficientemente grande, los destellos le salen entre los dedos como si la hubiera atrapado realmente. Luego simula que mete cada una debajo del petate. Así se va quedando dormido atesorando estrellas que ya no están por la mañana.
Es tarde ya cuando llegan a Creel y sólo han comido pinole en el camino, pero cuando la mujer ve que hay camiones con turistas estacionándose junto a un hotel, jala a Felipe y aprieta el paso para estar en la puerta del camión cuando bajen. A pesar de la larga caminata no había expresión de cansancio en los rostros de los dos indios rarámuris, ese cambio de semblante como sufrido que tenemos los demás cuando estamos físicamente agotados, sino un rictus acuñado de eterna desventura. Le desata las flautas de carrizo a Felipe y le pide que las ofrezca. Ella alista sus cestas con la esperanza de que le compren alguna. Los turistas empiezan a bajar y lo primero que ven es a Felipe y a su madre.
Con el silencio milenario de sus genes, Felipe mira a todos fascinado y su madre parece suplicar con la mirada, no habla.
—¡Mira, unos tarahumaras de verdad! —dice una turista adolescente a su amiga del grupo.
—¡Ay, sí! ¡Qué grandioso! Yo no sé qué les ven. Si hubiéramos ido a Mazatlán, ahorita ya me estaría metiendo a la playa.
—¿Ya están todos abajo? —dice la líder del grupo—. Vamos a registrarnos al hotel para luego refrescarnos un poco y luego saldremos a dar una vuelta antes de buscar un lugar para cenar.
—Iremos ya a las Barrancas?
—No, ya es tarde y se nos haría de noche. Es peligroso subir hasta de día, imagínate de noche. ¡Nos matamos!
Mientras se encaminan al hotel, Felipe y su madre los siguen impasibles sin dejar de ofrecerles sus artesanías.
—Mira, estos indios nos están siguiendo, vamos a comprarles algo para quitárnoslos de encima— comenta una mujer.
—Ay, no, estoy tan cansada después de tantas horas en el camión, que ahora lo que quiero es llegar al hotel y darme una ducha rápida. No olvides que hay que buscar algún lugar decente donde cenar.
El grupo es grande y entran todos al hotel. Felipe y su madre se sientan afuera a esperarlos. No les queda más remedio que comer más maíz tostado y molido con azúcar y canela. Todos los rarámuris comen pinole para aguantar las largas andaduras en las Barrancas del Cobre y porque es bueno para engañar el hambre.
Un buen rato después el grupo sale del hotel, ya ha oscurecido. Felipe y su madre siguen allí sentados como estatuas de sal. En cuanto ven a los chabochis, se paran y tienden otra vez su mercancía hacia ellos.
—¡Mira qué indios estos tan aferrados!
—Pobres, parece que no han comido. Yo les voy a comprar algo.
—Bueno, pues yo voy a estrenar mi cámara con ellos. El niño tiene una carita muy tierna.
Mientras una de las mujeres saca el dinero para pagar unas cestas, la otra enfoca de frente al niño y dispara el obturador que activa el flash automático.
Felipe se queda cegado un momento y luego sorprendido con los ojos muy abiertos.
Cuando se marchan, Felipe no sale de su asombro y su madre lo presiona.
—¿Qué te pasa Felipe? Camina —le dice mientras ella emprende el camino de regreso. Tienen que volver muy pronto.
En lugar de seguir a su madre Felipe corre en busca de la turista que le tomó la foto y la tira de la blusa.
—¿Qué quieres?
Se queda un momento en silencio mirando la cámara.
—¿Me das una estrella?
— ¿Qué dices? ¿Una estrella?
—Sí, las que tienes en tu cajita de estrellas.
3 comentarios:
Caray! No puedo evitar poner comentarios a cada rato que pones entradas. Quién sabe que es lo que traen en la cabeza las cabezas de aquellos que miran desde arriba? Me asombra que a la gente tan lastimada por la civilización como ellos le queden fuerzas todavía para creer que se puede guardar las estrellas en una caja.
Abrazos.
Bendito sea quién todavía se sorprende.
Besos
Padre relato (o cuento), abordas la inocencia de los indios, de los indígenas y me recuerdas a Canek y el niño Guy..
Publicar un comentario