lunes, enero 12, 2015

Sombra de a mentiras, por Mary Tiburcio


Aquí les va este cuento de mi amiga Mary Tiburcio (Veracruz, 1955), abogada y escritora radicada en Ciudad Juárez desde hace muchos años. En este interesante texto hace una analogía entre la escasez de la sombra de un árbol y una falsa amistad. Mary Tiber, nombre con el que firma sus trabajos, tiene un libro de cuentos y se encuentra en búsqueda de publicación.

                                            Sombra de a mentiras
Llegó el día mi amiga Azalea y yo quedamos en vernos. Habíamos decidido tomar un café o lo que cayera, con tal de olvidar por un rato “este pinche calorcito”, dijo ella. Luego, entre risas agregó: “o un pisto platicado como en los tiempos de antes”. Nos comunicábamos seguido por el Face. Sus publicaciones me hacían reír tanto que pasaba por alto cierto tono ácido en sus comentarios. Hacía años que no nos veíamos. Le pregunté que si había cambiado mucho, dijo que no, que la reconocería luego luego. Nos decidimos por un lugar muy cercano a mi casa, así que decidí caminar. Cuando el sol me dio de frente recordé que la ciudad estaba pasando por una onda "cálida", decían los de la tele. Será más bien hirviente, pensé, cuando el sudor se extendió por mi rostro. Para olvidar que todavía faltaban dos cuadras me concentré en la sombra de un árbol que alcancé a ver. Sería un descanso, esa esperanza y  el gusto de ver a mi amiga de antaño aminoraron el ataque del sol.
            Desde la escuela sentí simpatía por las carcajadas de Azalea. Confieso que en esa época yo imprimía dureza a mi mirada para ocultar una sensación de miedo que hasta ahora reconozco. Siempre pensé que Azalea era audaz. El enrojecimiento de mi piel interrumpió mis pensamientos. El ardor me recordó nuestra travesura favorita. Ella me enseñó a encajar cerillos en un chicle que pegábamos en la parte inferior del asiento de algún compañero del salón. Azalea  sugería el nombre, casi oigo su voz chillona diciendo: "y el agraciado es….".  Era ella la que prendía el cerillo pegosteado en la banca del elegido. Generalmente escogía a uno de los más aplicados o a las más bonitas.  Creo que en una ocasión que saqué nueve en Inglés la sorprendí poniendo el chicle bajo mi banca. Azalea solo reía diciendo “¡Uy!, qué carita pusiste. Asustas con esa mirada”. Me pasó el brazo por los hombros y me dijo: “Eres buena onda”.
El alivio que esperaba del árbol no llegó. La sombra era de a mentiras. Observé orificios en la mayoría de las hojas. El sol parecía burlarse filtrándose por los agujeros. Luego sentí comezón en las piernas. ¡Estaba parada encima de un hormiguero! Decenas de pequeños insectos subían por mis pies, entonces entendí que la frondosidad del árbol era ilusoria, las hojas estaban muertas y las hormigas se alimentaban de sus restos. Seguí mi camino  pensando en la semejanza entre la quemada por sol y por veneno.
            Al fin llegué. Había varios comensales. Al fondo estaba una señora gorda y arrugada, no era ella, no podía estar tan vieja. En las mesas de la entrada vi a una chava delgada y elegante, tampoco podía ser Azalea, se veía demasiado joven. Para mi sorpresa la muchacha alzó la mano.
            “Hey tú, pareces ciega”, gritó desde su asiento y soltó una carcajada que sí reconocí. Era Azalea. Alguna vez comentó que desde su divorcio se daba la gran vida, pero nunca imaginé la drasticidad del cambio.
            “¡Hola, qué bárbara!, te ves súper joven”. Ella no contestó de inmediato. Estaba absorta inspeccionando mi aspecto. Aunque su silencio me desconcertó, también empecé a observarla. El tono verdoso de su atuendo me recordó al árbol que recién había visto. La textura del vestido y el diseño gritaban precisión en calidad y corte. Tenía un escote cuadrado y en la parte superior se apreciaban orificios que dejaban ver otra tela que asemejaba follaje. Me deslumbró el relampagueo de una esmeralda que lucía en el dedo anular. ¡Uuu!, me dije. Y yo con pantalones de mezclilla y blusa artesanal. Lo peor eran los kilos que se me desbordaban por encima del pantalón. Su voz chillona me devolvió a la realidad.     
— Oye, ¡mira nomás como te pusiste! No vas a caber en la silla, tendremos que cambiarnos a uno de los sofás —, dijo, a la vez que lanzaba una de sus carcajadas —. Ignoré sus palabras y me senté en la silla frente a ella.
            — ¿Cómo están tus hijos?
            Azalea cruzó la pierna. Con tono de desenfado contestó.
            — Dos de ellos juran que serán cantantes famosos. ¡Pinche par de huevones! Solo uno trabaja en horario de oficina: Daniel, el mayor, el que se fue con mi exmarido.
            No supe si esperaba que yo hablara mal de sus hijos, preferí algo más cotidiano.
            — Pues tú te ves muy bien.
            Ella volvió a inspeccionarme y soltó una risotada que parecía llanto.
            — Ay, mija, gracias. Tú nomás tuviste un hijo y estás algo gordita. ¡Ah!, y sigues teniendo la mirada de animal al acecho.
            Pasé por alto sus comentarios. Creí que pronto me diría: “eres buena onda” y empezaríamos a recordar nuestra época de estudiantes. No fue así. Ella siguió observándome.
            — ¿Por qué vienes tan sudada? No me digas que no tienes carro y solo me buscas para pedirme prestado.
            Entendí entonces por qué me recordó al árbol.  La risa y elegancia de Azalea eran como una sombra de a mentiras.


2 comentarios:

Lucy Galván-Trejo dijo...

Me gusto mucho tu relato!.

Lucy Galván-Trejo dijo...

Me gusto mucho tu relato!.