El depósito de petróleo de Don Daniel era una habitación grande, mal iluminada donde había algunos toneles de petróleo recostados horizontalmente sobre soportes de madera. Tenían una llave de paso en un extremo y en la parte superior un agujero con tapa por donde se metía una manguera desde el camión-cisterna para rellenarlos. Don Daniel era el papá de los gemelos albinos que estudiaban en la misma escuela primaria que yo. El niño y la niña no tenían más de ocho años y por su blancura, llamaban la atención en toda la escuela. Su albinismo refulgía entre el color de la tierra de los demás niños. Parecían dos palomitas blancas entre quinientas torcazas y nadie podía dejar de admirar el milagro místico de su rareza. Nunca hablé con ellos porque no estábamos en el mismo grupo, pero los veía correr en el patio de recreo junto a los demás con el uniforme blanco y azul marino de los lunes. En ocasiones teníamos discusiones infantiles sobre su origen y algunos decían que eran hijos de los ángeles y otros, que extranjeros. Y hasta habíamos escuchado que su madre le había puesto los cuernos con un gringo a su marido. Pero no, los gemelos albinos eran hijos de Don Daniel el dueño del depósito de petróleo, igual de prieto que Memín Pinguín y San Martín de Porres.