El otro día navegando por Internet topé de repente con la cara de Nick Nolte, y entonces me acordé que se le parecía un poco en los rasgos de tipo bravucón, en los ojos azules, en el tono de la piel arrebolado, como el de quienes han pasado algún tiempo en la costa y la brisa del mar y el sol les tuesta un poco, sin llegar a oscurecerla realmente. Hasta el pelo rubio y rebelde del actor me trajo a la memoria ese personaje que sin haber yo tenido nunca una relación ni cercana por asomo con él, se quedó en el inventario de personajes de esa época que va quedando cada vez más lejana cuando trabajé en una fábrica de esta frontera.
Las cosas andaban mal por aquel tiempo en esa empresa que tenía apenas un par de años funcionando. Según mi entendimiento la transferencia de Estados Unidos a México se había hecho sin demasiada planeación y la urgencia por continuar produciendo para atender las necesidades de los clientes, había forzado a iniciar operaciones caóticamente. Pronto las consecuencias sobrepasaron las capacidades de la organización y los directivos norteamericanos abrumados por las quejas de clientes molestos decidieron enviar a un hombre fuerte como Gerente de Operaciones que volviera al status quo "antes de la frontera". Entonces mi puesto era bastante menor, una simple expeditadora de materiales cuya función era asegurar que los lotes de material estuvieran a tiempo en las líneas de ensamble para evitar demoras en los arranques.
El primer día que llegó el Camarón, mote que le pusieron en cuanto puso un pie dentro del edificio, llegué al trabajo justo cuando se estaba bajando del carro. Era invierno, nevaba ligeramente y a las siete de la mañana el frío calaba en los huesos, pero a pesar de eso se presentó en una camisa de manga corta de color amarillo muy claro que hacía juego con el rubio de su pelo lacio. Sabríamos después de conocer su personalidad un poco más, que lo ligero de su vestimenta no se debía a su imprevisión – venía de la Florida – sino a una pose para alardear de tipo duro, con piel y corazón de cocodrilo. Quería impresionarnos desde el principio. Los días que siguieron se encerró con todo el departamento de Materiales al que yo pertenecía para revisar una por una las órdenes atrasadas. Quería saber las razones del rezago y fechas específicas de cumplimiento. Frente a cada uno de nosotros en esas juntas, teníamos el grueso fajo de hojas verdes impresas cada mañana con la larga lista de órdenes de cliente incumplidas. Su estrategia era inútil. Casi nadie teníamos idea de si seríamos capaces de cumplir las nuevas fechas pues el problema estaba en el surtido de los materiales a la planta y poco podíamos hacer en esas juntas maratónicas que se extendían mucho más allá de nuestro horario normal de salida.
Conforme avanzaban las horas sin respuestas efectivas, el rostro rosado del Camarón empezaba a ensombrecerse, como si internamente la pesadumbre lo invadiera deseando largarse lejos de ese agujero negro de sucia maquila para irse a pescar esturiones en alguno de los ríos de la Florida, pero luego, tal vez recordando la misión casi imposible encomendada de enderezar esa empresa porque su pellejo iba en juego, recobraba la compostura y entonces lo rojizo de las mejillas y la frente se extendía al resto de la cara, el cuello y por último a las orejas, el indicador infalible de enojo extremo. Y así cada día, de rosado a rojizo, y a encarnado. De ahí el apodo de Camarón que le pusieron los trabajadores, que lo vieron más de una vez metamorfosearse. Como cuando hizo un recorrido en la planta y observó un equipo de prueba sin etiqueta de calibración o con la fecha de vigencia ya vencida, aquí me falla la memoria, y entonces con una capacidad interpretativa innegable, como un Hulk enfurecido en rojo levantó el equipo como en cámara lenta y con todo dramatismo lo elevó hasta que tuvo los brazos bien extendidos hasta arriba y emitiendo un grito de coraje, lo hizo añicos en el suelo. De esos arranques tuvo muchos.
Una vez entré a la sala donde se realizaba la junta de gerentes muy temprano, a la que doy a Dios gracias no tenía que asistir en ese tiempo cuando observé un gran agujero aproximadamente a la mitad de la falsa pared de tabla roca que no estaba ahí el día anterior y cuando pregunté la causa del mismo, no fuera que el Camarón lo descubriera, me dijeron que él mismo lo hizo cuando lanzó el pesado cenicero circular de mármol, de esos gruesos y pesados, contra el Gerente de producción, que logró esquivar el golpe destinado a descerebrarlo de haber dado en el blanco.
Con todo, el Camarón era "buena onda", tenía una sonrisa francota y cuando estaba contento soltaba unas estruendosas carcajadas. Y en el último día de trabajo antes de las vacaciones de Navidad, se ponía un poco alegre con unos tragos de la botella que tenía bajo el escritorio. Una vez salió con todo y whisky en las rocas a la planta riendo alegremente. Subió una pierna en una silla y con la mano derecha sostenía el trago mientras veía complacido a los chambeadores obreros, como si contemplara las playas de Key West. Los obreros lo veían, y sonreían extrañados de ver a ese hombre discordante y escarlata, lejos no sólo de su apariencia, sino de su mundo y su sentir.
Respecto a los problemas de la empresa el Camarón no pudo resolverlos y un par de años después se fue. Los fuimos arreglando entre todos poco a poco, con mucho esfuerzo. No sé si al Camarón lo despidieron o prefirió regresar a la calidez y la vegetación de Florida, pero cada vez que veo a Nick Nolte me acuerdo de él.