Durante la época decembrina, algunas empresas acostumbran ofrecer a sectores desprotegidos de la comunidad acciones generosas en las que participan los empleados. Estas pueden incluir donativos en especie a asilos de ancianos u orfanatos, o festejos donde niños pobres reciben un refrigerio y con suerte un pequeño obsequio que les alejen momentáneamente de una realidad oprobiosa. La empresa para la que trabajo se dio a la tarea de seleccionar de entre las muchas escuelas primarias periféricas, una que destacara por sus carencias para regalar a los niños más pequeños un juguete que mantuviera viva una ilusión que por lo general agoniza o muere durante la niñez temprana entre las capas sociales del tercer mundo.
Los nombres de una lista del grupo escogido de niños de entre seis y ocho años fueron repartidos entre los empleados administrativos y se asignó una fecha cercana a la Navidad para recibirlos en la empresa, ofrecerles una comida y luego darles un regalo a nombre de cada trabajador. Antes de seleccionar el nombre del niño que me correspondería, pregunté a los organizadores quién a su juicio, sería uno de los niños o niñas que más necesidad tendría, con la esperanza de que mi regalo incrementara su estado de felicidad al máximo. Se me dijeron el nombre y apellidos de una niña y se me describió su aparente estado de pobreza que me hizo identificarme con ella de inmediato, tal vez porque su imagen me remitía a mi propia niñez miserable. Se me ocurrió que recibir la muñeca de moda "La Princesa", mitad del dúo creación de Matell llamado "La Princesa y la Plebeya" (o "La Princesa y la Costurera" en otros países de habla hispana) colmaría de tal manera sus sueños infantiles de magia y fantasía que guardaría el recuerdo de haber tenido esa muñeca por toda su vida. Como supe que durante la visita de los organizadores a la escuela la niña no llevaba ni calcetines, además le compré un abrigo lindo y calientito que entibiara su cuerpecito flaco en el trayecto a la escuela (cómo no recordar cuando tiritaba de frío esas mañanas heladas camino a la escuela!) Envolví los regalos en una caja linda y estuve ilusionada varios días por ver su sonrisa o por ver cómo sus ojitos se iluminarían al abrir su regalo.
El día llegó y un autobús lleno de niños inquietos acompañados de algunas maestras hizo entrada en la cafetería de la empresa. Todos traían sus nombres en un pequeño gafete de cartón pegado al pecho. Mientras les servíamos pastel y chocolate buscábamos cada uno a nuestro niño para convivir un poco antes de darles el regalo. Pero mi niña no estaba. Su maestra dijo que tenía ya días que no iba a la escuela, que nadie sabía dónde vivía y que harían lo posible por localizarla para entregarle su regalo.
Ese día me embargó la tristeza. No sé si fue ver a esos niños mal alimentados, mal abrigados y enfermos - pequeña muestra de una población mucho mayor-; sus inocentes sonrisas ajenas a la maldad de este mundo o la negra incertidumbre del destino de una niña cuyo estigma de miseria nadie, ni siquiera una princesa, la podría salvar.
2 comentarios:
Se de la miseria que hablas. En el tiempo que estuve realizando El Puente, tuve oportunidad de convivir muy de cerca con los habitantes del cinturón de la miseria, triste su realidad, pero admirable sus ganas de subsistir en este mundo de felicidad errante.
Un abrazo.
Chin... no cabe duda que este mundo está poblado por historias tristes.
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