Aquí les va este cuento de mi amiga Mary Tiburcio (Veracruz, 1955), abogada y escritora radicada en Ciudad Juárez desde hace muchos años. En este interesante texto hace una analogía entre la escasez de la sombra de un árbol y una falsa amistad. Mary Tiber, nombre con el que firma sus trabajos, tiene un libro de cuentos y se encuentra en búsqueda de publicación.
Sombra de a mentiras
Llegó el día mi
amiga Azalea y yo quedamos en vernos. Habíamos decidido tomar un café o lo que
cayera, con tal de olvidar por un rato “este pinche calorcito”, dijo ella. Luego,
entre risas agregó: “o un pisto platicado como en los tiempos de antes”. Nos comunicábamos
seguido por el Face. Sus publicaciones me hacían reír tanto que pasaba por alto
cierto tono ácido en sus comentarios. Hacía años que no nos veíamos. Le
pregunté que si había cambiado mucho, dijo que no, que la reconocería luego
luego. Nos decidimos por un lugar muy cercano a mi casa, así que decidí caminar.
Cuando el sol me dio de frente recordé que la ciudad estaba pasando por una
onda "cálida", decían los de la tele. Será más bien hirviente, pensé,
cuando el sudor se extendió por mi rostro. Para olvidar que todavía faltaban
dos cuadras me concentré en la sombra de un árbol que alcancé a ver. Sería un
descanso, esa esperanza y el gusto de
ver a mi amiga de antaño aminoraron el ataque del sol.
Desde la escuela sentí simpatía por
las carcajadas de Azalea. Confieso que en esa época yo imprimía dureza a mi
mirada para ocultar una sensación de miedo que hasta ahora reconozco. Siempre pensé
que Azalea era audaz. El enrojecimiento de mi piel interrumpió mis
pensamientos. El ardor me recordó nuestra travesura favorita. Ella me enseñó a
encajar cerillos en un chicle que pegábamos en la parte inferior del asiento de
algún compañero del salón. Azalea sugería
el nombre, casi oigo su voz chillona diciendo: "y el agraciado es….".
Era ella la que prendía el cerillo pegosteado
en la banca del elegido. Generalmente escogía a uno de los más aplicados o a las
más bonitas. Creo que en una ocasión que
saqué nueve en Inglés la sorprendí poniendo el chicle bajo mi banca. Azalea solo
reía diciendo “¡Uy!, qué carita pusiste. Asustas con esa mirada”. Me pasó el brazo
por los hombros y me dijo: “Eres buena onda”.
El
alivio que esperaba del árbol no llegó. La sombra era de a mentiras. Observé
orificios en la mayoría de las hojas. El sol parecía burlarse filtrándose por
los agujeros. Luego sentí comezón en las piernas. ¡Estaba parada encima de un
hormiguero! Decenas de pequeños insectos subían por mis pies, entonces entendí
que la frondosidad del árbol era ilusoria, las hojas estaban muertas y las
hormigas se alimentaban de sus restos. Seguí mi camino pensando en la semejanza entre la quemada por
sol y por veneno.
Al fin llegué. Había varios
comensales. Al fondo estaba una señora gorda y arrugada, no era ella, no podía
estar tan vieja. En las mesas de la entrada vi a una chava delgada y elegante,
tampoco podía ser Azalea, se veía demasiado joven. Para mi sorpresa la muchacha
alzó la mano.
“Hey tú, pareces ciega”, gritó desde
su asiento y soltó una carcajada que sí reconocí. Era Azalea. Alguna vez comentó
que desde su divorcio se daba la gran vida, pero nunca imaginé la drasticidad
del cambio.
“¡Hola, qué bárbara!, te ves súper joven”.
Ella no contestó de inmediato. Estaba absorta inspeccionando mi aspecto. Aunque
su silencio me desconcertó, también empecé a observarla. El tono verdoso de su atuendo
me recordó al árbol que recién había visto. La textura del vestido y el diseño gritaban
precisión en calidad y corte. Tenía un escote cuadrado y en la parte superior se
apreciaban orificios que dejaban ver otra tela que asemejaba follaje. Me deslumbró
el relampagueo de una esmeralda que lucía en el dedo anular. ¡Uuu!, me dije. Y
yo con pantalones de mezclilla y blusa artesanal. Lo peor eran los kilos que se
me desbordaban por encima del pantalón. Su voz chillona me devolvió a la
realidad.
—
Oye, ¡mira nomás como te pusiste! No vas a caber en la silla, tendremos que
cambiarnos a uno de los sofás —, dijo, a la vez que lanzaba una de sus
carcajadas —. Ignoré sus palabras y me senté en la silla frente a ella.
— ¿Cómo están tus hijos?
Azalea cruzó la pierna. Con tono de
desenfado contestó.
— Dos de ellos juran que serán
cantantes famosos. ¡Pinche par de huevones! Solo uno trabaja en horario de
oficina: Daniel, el mayor, el que se fue con mi exmarido.
No supe si esperaba que yo hablara
mal de sus hijos, preferí algo más cotidiano.
— Pues tú te ves muy bien.
Ella volvió a inspeccionarme y soltó
una risotada que parecía llanto.
— Ay, mija, gracias. Tú nomás
tuviste un hijo y estás algo gordita. ¡Ah!, y sigues teniendo la mirada de animal
al acecho.
Pasé por alto sus comentarios. Creí
que pronto me diría: “eres buena onda” y empezaríamos a recordar nuestra época
de estudiantes. No fue así. Ella siguió observándome.
— ¿Por qué vienes tan sudada? No me
digas que no tienes carro y solo me buscas para pedirme prestado.
Entendí entonces por qué me recordó
al árbol. La risa y elegancia de Azalea eran
como una sombra de a mentiras.
2 comentarios:
Me gusto mucho tu relato!.
Me gusto mucho tu relato!.
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