Cuando supe que mi
hermanita Patricia había fallecido, yo tenía solo cinco años, ella, veintiún
días. Como a los niños de esa edad no se
les cuentan muchas cosas porque los adultos creemos que no las entienden, nadie
me dijo en qué momento pasó de estar viva a estar muerta. Trato de recordar la
imagen viva o muerta de su carita. No lo logro. Han pasado tantos años.
Rescato
un puñado de imágenes mezcladas alrededor de la efímera vida de Patricia y veo
a mi madre en su embarazo del sexto hijo. Usa un vestido de maternidad que se
pone con frecuencia a lo largo de nueve meses, quizá porque tenía pocos, o
porque le gustaba mucho. Sobre el fondo
negro de la tela, cuernos de la abundancia de muchos colores se repetían. Me
gustaba mucho verlos por la lozanía y brillantez de las frutas estampadas de
varios tipos, que se esparcían fuera de la cornucopia, en un derroche de saludable
vitalidad y belleza. Quizá mi madre escogió la tela con el deseo de que trajera
buena suerte para Patricia, que ahuyentara la pobreza de su vida futura. Ella
misma escogió la tela y se hizo el vestido porque era modista.
Del nacimiento
de Patricia tampoco me dijeron nada, solo sé que un día mi abuela llegó, se
quedó a cuidarnos y dos días después llegó mi mamá con la niñita que se murió a
las tres semanas. ¿Recordará ella sus rasgos, el color de su piel y de su pelo,
el tono de su llanto, el día de su nacimiento, la forma de sus manos? ¿O se le
confundirán los recuerdos con los de sus otros hijos?
De
alguna manera, sin ser consciente de lo que es la pérdida de la vida humana, supe
un mal día que mi hermanita, a la que no llegué a querer como a mis ocho
hermanos, Patricia amaneció muerta. Hubo mucho movimiento en la casa. Con claridad evoco a mi madre frente a la
máquina de coser cosiendo un ropón de satín blanco. Aunque no lloraba, pude advertir
en su semblante el peso de su tristeza mientras la tela se deslizaba debajo del
pisacostura. Ella no es mujer de llorar, yo creo que ya tiene demasiadas
lágrimas por dentro. Aguantó de todo y se llenó de resignación.
En el
jardín de la casa de mi tía, no muy lejos de la nuestra, había flores de cempasúchil.
Fuimos a cortarlas y las acomodamos con las flores hacia arriba en una tina
para lavar la ropa. Para que no se marchitaran hasta la hora del funeral, mi
tía echó un poco de agua en la tina. El olor del cempasúchil nunca se te olvida,
es una fragancia agradable pero penetrante a la vez, que recuerda al campo y
que perfuma todo, tanto así que me quedó grabado el olor de las flores más que las
facciones de mi hermana.
Las
flores de mi tía eran muy pocas y alguien fue a comprar más. El ambiente era de
fiesta para los niños. Habían venido todos los primos, así que nos pusimos a
jugar. Mientras, vistieron a Patricia con su vestido blanco de primera
comunión, de quinceañera y novia, pues ya no viviría para ninguna otra
celebración. Tenía una diadema con flores blancas también. No sé si sus manitas
estaban entrelazadas, como se las acomodan a muchos muertos. Después la
pusieron en el féretro infantil también blanco, el más pequeño que encontraron,
aun así, le quedaba grande. Parecía una muñeca en exhibición. Pregunté por qué
la habían vestido de blanco, yo hubiera deseado que su ropa fuera de colores
vistosos, como los de mis muñecas. Mi madre me dijo que porque era un angelito
que iba al cielo. No comprendí por qué los ángeles tienen que tener la ropa
blanca, ni por qué si era un ángel, no tenía alas.
Después
nos fuimos al cementerio. ¿Era el Tepeyac o el Municipal? En una troca subieron
la tina con las flores de cempasúchil. Mi mamá y mi papá, mis tías y mis
primos, fuimos en carros de taxi porque no teníamos carro propio. Cuando
bajaron la cajita blanca a la tumba no hubo llanto. Puede ser que mi madre haya
llorado quedamente, tal vez lloró por dentro, pero no me di cuenta. Solo vi que
todos alrededor de la tumba estaban serios y pensativos. No podían sentir nada
por ella si solo la habían visto alguna vez, o ninguna. Y allí quedó Patricia
García Delgado, que pasó por los vivos como una estrellita fugaz, o una
nubecita, durante una brizna de existencia. Tan breve, que su recuerdo, como
destello, se va difuminando en los entresijos de la de los de su sangre. Ni su
tumba existe ya.
En el nuevo embarazo de mi madre tres meses
después, ya no volvió a ponerse el vestido con los cuernos de la abundancia que
me gustaba tanto.
5 comentarios:
Así siento a los angelitos, como un soplo de aire tibio en invierno
así son los recuerdos de olores, esos no se tergiversan como las imágenes
Duro texto, bellamente escrito.
Una dolorosa experiencia, hermosamente descrita.
Me recordo a un hermanito que se quedo en el municipal. Yo no lo conoci. A lo mejor Patricia si.
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