En los largos meses que siguieron, algún gato y un que otro ratón que encontraron refugio pasajero sobre el colchón para mitigar el frío, mantuvieron con vida a las chinches más fuertes y rápidas para aferrarse a los cuerpos tibios que huyeron no mucho después de descubrir a las pequeñas sanguijuelas. Si la naturaleza lo hubiera permitido habrían podido escuchar el sonido de una llave abriendo la cerradura de una puerta seguida de unas voces que inauguraron el silencio largamente contenido.
- Llévese esas cajas con zapatos viejos, aquellas bolsas con ropa y ese ropero también. Con una mano de barniz lo puede vender a buen precio, mire, si ni el espejo está roto.
- Sí señora, ahora subo todo a mi camión. Y aquella cuna blanca en el rincón ¿también se va a deshacer de ella? Dijo el hombre evaluando con mirada de periscopio todos los trastos de la habitación llena de polvo y en desorden.
- Sí, claro, llévesela también. Necesito vaciar las habitaciones para empezar a arreglar la casa. Lo que no se lleve, lo tiraré a la basura. No entiendo por qué los antiguos dueños no se la llevaron si se ve en buenas condiciones.
El ropavejero subió todo al viejo camión con urgente necesidad de una mano de pintura pensando en sacar algún dinero con la venta de los trastos encontrados, sobre todo por la cuna que a pesar de todo era bonita y no tenía maltrato. Las chinches no salieron de su letargo sino hasta sentir el traqueteo de la cuna y entonces despertaron a la vida.
La brillante luz del sol magnificada por la blancura de la cuna pegó de lleno en el colchón y los pequeños vampiros debilitados se replegaron encogiéndose aún más en las rendijas y en los dobleces de la tela azul como soldados en sus trincheras bajo un ataque desigual.
La cuna fue a parar al patio del hombre que comerciaba con la paradójica condición ambivalente de los objetos. Inservibles para unos, imprescindibles para otros. Su mujer pondría en venta la mercancía variopinta al día siguiente mientras el ropavejero, iluso gambusino, emprendía un nuevo recorrido en su búsqueda de artículos que la gente ya no quería para ganarse la vida.
Un viernes por la tarde Lucía descubrió la cuna. De regreso a casa desde la esquina donde bajaba del autobús pasaba a diario por donde el ropavejero y su mujer exponían las cosas ya desempolvadas y un poco arregladas para su venta. Pensó en la cama de tamaño individual donde José, que tenía ya casi dos años, y ella dormían apretujados sin espacio para extenderse a sus anchas. Después de preguntar el precio malabaró mentalmente el escaso salario que acababan de pagarle en la maquiladora de arneses y a pesar de saber que lo que quedaría apenas alcanzaría para el bote de leche de José, la ilusión de la cuna la impulsó a comprarla.
- ¿Cuánto por la cuna, señora?
- Quinientos pesos.
- ¿No me la puede dejar en cuatrocientos?
- Bueno, mire, por ser mi vecina, se la dejo en cuatrocientos. Vale mucho más, ¿eh? Fíjese que hasta el colchón está casi nuevo.
Lucía sacó el monedero y le dio dos de los tres billetes de doscientos pesos que llevaba y a la vieja se le alegraron los ojos.
- ¿Pero cómo me la llevo?
- Mis hijos se la llevan hasta su casa.
La efímera felicidad de la mujer del ropavejero se empezó a evaporar conforme los dos jóvenes que ayudaron a llevar la cuna hasta la casa que no quedaba lejos de allí se alejaron.
Algunas chinches salieron volando cuando Lucía aporreó el colchón con una sábana para quitarle el polvo y los pelos de gato que tenía encima antes de meter la cuna a la casa. El sol ya se había puesto y no pudo ver las chinches que quedaron escondidas, aferradas a la tela con los pelos de sus patas. Puso la cuna junto a la cama y colocó una sábana limpia y una pequeña almohada encima del colchón antes de acostar a José en ella. Su mirada recorrió los pocos muebles de la única habitación y comprobó que el mejor de todos era la cuna blanca que acababa de comprar. Cambió el pañal mojado de José, preparó su biberón y se sentó en la cama frente a la cuna mientras lo tomaba. José la miraba sonriendo mientras succionaba su leche y poco a poco se quedó adormecido con las caricias de su madre.
Lucía tenía hambre y cenó lo poco que encontró. Se fumó un cigarro mientras le daba vueltas a las ideas intentando encontrar una manera de resolver sus problemas económicos. Se acostó sin respuestas como todos los días pero no tuvo tiempo de llorar. Se quedó dormida enseguida.
El calor que desprendía el cuerpo de José en la cuna despertó a las chinches. Sacaron sus pálidos cuerpos moribundos de los recovecos de la madera y el colchón azul y corrieron en tropel hacia su nueva fuente de alimento. Inyectaron sus trompas y chuparon la sangre de José hasta dejar los cuerpos negros y henchidos. Saciados, volvieron a sus escondites con dificultad para repetir la operación cada noche.
Lucía no notó las picaduras hasta algunos días después, cuando José se revolcaba inquieto en la cuna llorando por la comezón. Al principio creyó que se trataba de algún mosquito, pero al quitar la sábana del colchón para lavarla notó los rastros negros, evidencia del hartazgo de los insectos. Revisó entonces más detenidamente y pudo ver a los felices insectos y a su nueva progenie mostrándose sin pudor. Asqueada, sacó entonces el colchoncito azul y la ropa que había sobre ella al frente de la casa y les prendió fuego. Examinó luego la cuna y allí, en cada hueco, la negrura de batallones de chinches habían hecho su refugio. La cuna estaba en contacto con el colchón viejo y roto de la cama donde dormía Lucía y fue fácil descubrirlas también allí adueñadas ya del espacio de sus sueños.
Las chinches se apelotonaron inútilmente en los extremos del colchón mientras las llamas crepitaban. ¡Cuánta tenacidad para existir consumida en tan brevísimo instante!
Ya era de noche cuando Lucía terminó de quemar la cuna, su colchón y la ropa de cama que la vestía. Buscó unas mantas viejas y las puso en el suelo para acostar a José. Ya no le dio vueltas a las ideas para buscar solución. Se sentó en una silla y se fumó un cigarro. Lloró.
Elpidia García
Enero 2009