miércoles, abril 25, 2007

VACACIONES EN MÉRIDA


El 2 de Abril llegamos a Mérida, Yucatán. Un lunes casi a la hora de la comida. Al salir del aeropuerto, un vaho primaveral y húmedo nos recorrió, augurando sudores mayores aun cuando las temperaturas más cálidas no empezaban todavía. En el trayecto hacia el centro, donde estaba nuestro hotel, observé que el color del cielo allí todavía es de un azul como el azul que debería tener todo cielo.
Después de recorrer un poco las calles aledañas al Hotel Dolores Alba, que excedió, más que satisfizo nuestras necesidades y presupuesto, salimos a buscar un lugar para tomar algo fresco mientras investigábamos sobre algún restaurante. Sin querer, nos encontramos en una esquina con El Lucero del Alba, donde junto con la cerveza nos trajeron ocho platitos repletos de botanas típicas de Mérida, que repetiríamos casi en cada bar o restaurante. En los bares botaneros como ese, las botanas (o tapas, como se les llama en España) son siempre abundantes y gratuitas. Al servirlas, los meseros meridanos hablan con orgullo de sus comidas más representativas y se esmeran en describir a los clientes los nombres y la composición de los diferentes platillos que sirven con las bebidas. Así empezaron nuestras vacaciones de siete días, dándole gusto al paladar para desacostumbrarlo de los populares burritos y quesadillas chihuahuenses. Ni qué decir que ese día no fue necesario ir a ningún restaurante.
Mérida es una ciudad que conquista. Bullicio y algarabía dominan sus rincones cuando los cantos de muchas clases de aves peregrinas que vuelven en primavera, saturan las ramas de los árboles de sus plazas y parques. Y la explosión de colores de las flores que crecen con generosidad aun entre las chozas más humildes, invitan a celebrar la existencia con la alegría de los sentidos y los placeres sencillos.
Las más humildes mujeres, en el mercado o en la Plaza Principal, en la iglesia, o de paseo, todavía visten orgullosas el vestido regional yucateco que llaman hipil o huipil, bellamente bordado con vistosas flores sobre fondo blanco en la parte superior e inferior. Y muchos hombres también usan la típica camisa guayabera. Pero no son las originales vestimentas lo que caracteriza a sus gentes, sino su amable y dulce trato, típico de las gentes alejadas de la ansiedad y la prisa de las ciudades industrializadas. Como si se hubiera congelado el tiempo, desde que la cultura Maya alcanzó su máximo desarrollo entre el 750 – 1200 DC, la belleza milenaria de sus rasgos, que había cautivado a Eisenstein, sigue plasmada en los rostros nativos, especialmente en los hermosos ojos de las mujeres.
No solamente la fisonomía Maya y mucha de su cultura (el 60% de la población habla Maya) permanece como si no hubiera pasado el tiempo por Mérida. Una gran parte de sus habitantes aun vive en chozas con techos de palma, el mismo tipo de vivienda que los mayas usaron en épocas pasadas. En ese tipo de casas y en muchas otras, la cama es un objeto de mera decoración, pues los meridanos prefieren la hamaca para disfrutar sus sueños.
Uno no puede ir a Mérida y dejar de probar sus delicias culinarias, mezcla de antiguas recetas mayas y mestizas. Ya sea en el restaurante Los Almendros, uno de los más antiguos y tradicionales cuya especialidad son los platillos yucatecos, o en cualquier pequeña fondita de mercadillo, se puede saborear una deliciosa sopa de lima, unos salbutes, panuchos, poc-chuc, huevos motuleños, longaniza de Valladolid, o unos papadzules. O un queso relleno, tamales cocidos o de espelón, relleno negro, frijoles negros y una amplia variedad que es tal, que no me cabría enlistarla en este espacio. Sobre la cocina yucateca Ricardo y yo quedamos simplemente fascinados… y gordos. Sólo lamentamos no haberle podido hincar el diente a más de sus delicias culinarias.
Antes de iniciar nuestro recorrido por la ciudad para visitar los museos y pasear por el Paseo Montejo, tomamos el café en La Habana, una cafetería con 55 años de antigüedad donde tienen un menú que incluye una buena variedad de formas de preparar el café. Una vez que descubrimos La Habana, ya no pudimos cambiar de lugar y ese fue nuestro sitio preferido para planear el día frente a una aromática taza de café mexicano.
La ventaja turística de Mérida está en que es un punto de partida desde donde se pueden visitar un sinnúmero de lugares con una amplia gama de características. Ya sea en automóvil o autobús, se puede ir y volver el mismo día a las grandiosas ruinas de Chichén Itzá, Uxmal o Kabah, las más importantes. Si se prefiere el mar, a Puerto Progreso, Celestún o Playa del Carmen. O para visitar los numerosos pueblitos cercanos como Valladolid e Izamal. A sólo cuatro horas y media está la bella playa de Cancún, con sus arenas blancas y su mar de azules imposibles.
Nosotros nos decidimos por disfrutar de la ciudad y visitar las ruinas. Estar en Chichén Itzá y Uxmal, recorrer sus palacios, el observatorio astronómico llamado El Caracol, el Juego de Pelota, los cenotes, y empaparse de la historia que los mayas nos legaron, es una experiencia inolvidable que merece capítulos aparte.
Mientras paseamos por la ciudad, admiramos las imponentes casas de Paseo de Montejo, bellas muestras arquitectónicas de principios del siglo pasado. En otros tiempos, casas de los caciques y sus familias dueñas de las haciendas henequeneras, quienes amasaron sus fortunas a costa de esclavizar a los indios, mucho antes de que el henequén fuera reemplazado por las fibras sintéticas. La cruel explotación de esclavos mayas, yaquis y hasta chinos en Mérida por un puñado de millonarios era tal, que motivó a John Kenneth Turner a escribir el libro México Bárbaro, un clásico por su influencia en el pensamiento revolucionario. Muchas de estas propiedades fueron restauradas y han sido convertidas en museos, restaurantes o negocios. Otras, principalmente las del casco viejo de la ciudad, sufren el deterioro del tiempo y el abandono. Su belleza, reminiscencias de aquella réproba situación histórica, aun destaca por encima de las casas pobres de los meridanos promedio.
Los meridanos tienen fiesta todos los días. Cuando no hay serenata en la Plaza de Santa Lucía, hay bailables regionales, tianguis de comida en la Plaza Principal, baile afuera de los bares de la calle 60, y un continuo maratón de actividades culturales.
Muchos lugares y conocimiento de Mérida, la llamada Ciudad Blanca, nos faltó por ver y aprender. Nos regresamos a Juárez con el alma pletórica de buenos recuerdos, el paladar satisfecho, los estómagos repletos, y el interés acuciado por saber más de esa cultura sorprendente de los mayas. En lo personal, sólo lamento que la inversión gubernamental no se encuentre en el nivel que se requeriría para hacer de Mérida una plaza turística más cuidada. Las carencias económicas en la ciudad son notables desgraciadamente. A pesar de todo, recomiendo visitar Mérida y disponerse a vivir unas vacaciones inolvidables.

BANDIDA

Gloria no sabía nada de perros ni pensaba tener uno algún día. Pero cuando se encontró ese cachorrito peludo corriendo delante de ella por la calle, moviendo la cola graciosamente, pensó que no sería mala idea darle un perrito a José. Para que crecieran juntos y para que aprendiera a amar a los animales. El perrito le daría alegría y compañía. Era sólo algo que se le había ocurrido, pero conforme siguió andando y el dueño del cachorro no aparecía, la idea iba tomando forma. Levantó al perrito, que no tendría más de un mes y lo observó detenidamente mientras éste le lamía las manos y la cara. Tenía el pelo largo y blanco en la mayor parte del cuerpo. Un par de grandes manchas negras en los costados hacían juego con las de la cara alrededor de los ojos, que se extendían hasta las orejas, como una máscara de bandido de película. Los ojos gachos y los párpados superiores ligeramente caídos, le daba una expresión de melancolía bonachona. Eso fue lo que más le gustó a Gloria, que más que un buen perro de buena raza, parecía un perro bueno. Como pensaba que el dueño llegaría en cualquier momento a buscarlo, caminó despacio, en actitud de espera. No fuera a pensar que lo estaba robando. Cuando se dio cuenta que no había nadie en la calle, desanduvo el camino con el cachorro en los brazos para hacer tiempo por si el dueño llegaba. Pero nadie lo reclamó en el trayecto a casa ni nadie salió a buscarlo y así fue que el perro se convirtió en la mascota de la familia.

El perrito era en realidad una hembra a la Gloria llamó Bandida. Ni a José ni a su padre se les agrandó el entusiasmo por la perra. Bandida pasó a ser uno más de los miembros infelices del hogar amargados por las borracheras de Francisco. En muchos años iguales, los alborotos y destrozos que Francisco causaba los fines de semana y la tristeza de Gloria en los días siguientes, afectaron el carácter de José, que se volvió retraído y solitario. En los tres, no había felicidad que sobrara para la perra que con todo, no dejaba de lamer agradecida las manos o los pies de Gloria, la única que se ocupaba de alimentarla y bañarla los sábados que descansaba de su trabajo en la maquila.

Mientras crecía, Bandida fue revelando su personalidad noble y leal. Juguetona como todos los perros jóvenes, jalaba con su hocico la ropa colgada en el tendedero dejándole a cada prenda los dos agujeros de sus colmillos, lista para tirar a la basura. Y cuando estaba en la casa, había que esconderle los zapatos antes de que los dejara inservibles con sus mordiscos. Muchas veces, cuando Gloria llegaba cansada del trabajo y descubría sus estropicios sin que Francisco o José hubieran hecho nada por detenerla, le daba enfurecidos escobazos hasta que se cansaba. Bandida le lanzaba una mirada triste de incomprensión sin responder a los ataques, y sin ladrar siquiera le lamía la punta de los zapatos y se alejaba con la cola entre las patas, gimoteando adolorida. Luego echaba su peluda anatomía junto a la entrada apoyando la cabeza en el suelo, afligida por los regaños.

Meses después, el tamaño de Bandida era demasiado grande para tenerla dentro de la casa y hubo que sacarla al patio, pero también la casa de madera que le compraron le quedó pequeña no mucho después. Si Gloria hubiera sabido que su tamaño final sería tan descomunal, no la habría recogido cuando era una cachorrita.

Gloria nunca quiso amarrarla porque le parecía una crueldad. En los reducidos jardines de las casas de los trabajadores, había visto muchos perros amarrados con cadenas gruesas y pesadas, hirviendo bajo el sol del verano, con la lengua fuera jadeando de sed sin poder protegerse bajo una sombra, mientras sus amos estaban ausentes trabajando. Cuando menos Bandida tenía libertad de movimiento. Además, Gloria se aseguraba de dejarle un bote lleno de agua que se mantenía fresca junto a la sombra del único olmo del jardín, antes de irse a trabajar. Pronto los vecinos se quejaron de los sustos que la enorme perra les ponía con sus ladridos cuando pasaban frente a la casa. Pero Bandida nunca mordió a nadie, su temperamento era dulce y pacífico, amaba a los niños y aunque ladraba poco, su ladrido era grave, fuerte, con un toque metálico, como el de una campana rota. Protegía la pequeña casa como si se tratara de una fortaleza, un instinto de guardián poderoso que llevaba en sus genes y eso era lo que impresionaba a los vecinos distraídos que de pronto se encontraban frente a un imponente animal con voz de trueno.

Gloria se preguntaba de qué raza sería Bandida. Una vez hojeó un libro con fotografías de perros en una librería y encontró que por el desmesurado tamaño, el pelo, la forma de la cabeza, la máscara negra, las patas fuertes y musculosas y la cabeza, se parecía a un perro Mastín del Pirineo. Un can más apropiado para vivir en la montaña y en el campo, pastoreando ovejas, luchando contra lobos, y no para padecer el suplicio del desierto, prisionero en una casa de ciento veinte metros cuadrados.

Cuando Bandida cumplió un año, en el invierno, ya estaba preñada. Una mañana después de que había nevado toda la noche, Gloria salió al patio y vio un gran boquete que la perra había cavado debajo de la banqueta que rodeaba la casa. Era tan grande, que Bandida cabía perfectamente en él, como si fuera una cueva para protegerse del frío. Pero Gloria no sabía nada de perros ni de sus costumbres, y se enojó tanto que le pegó con un palo hasta que la hizo llorar como lloran los perros, con lloriqueos de agudísimo sonido. Notó que estaba nerviosa, pero interpretó la ansiedad del animal como simple instinto para protegerse del frío, tal vez porque intuía que el clima empeoraría y se preparaba para ello. No se imaginó que Bandida se disponía para el alumbramiento. Tomó luego una pala y se puso a tapar el hueco. Ni Francisco ni José la quisieron ayudar. Mientras lo hacía, Bandida le suplicó algo que Gloria no entendió desde muy dentro de su mirada.

Los días que siguieron no hubo nada que Bandida detuviera su impulso por escarbar en el mismo lugar hasta hacer otro agujero, que Gloria tapaba una y otra vez, condenada por haberse quedado con ese animal tan grande al que nadie la ayudaba a atender. Como si no tuviera suficiente con el trabajo de la maquila, el borracho de Francisco, el trabajo de la casa y el carácter difícil de José.

El frío y la nieve continuaron un par de semanas más. El sábado siguiente Gloria salió al patio dispuesta a su penitencia y hacerle pagar a Bandida por ella, pero esta vez encontró a la perra echada dentro de la nueva cueva con su primera prole de diez crías. Dos estaban congeladas, pues Bandida tendría que haber entibiado el espacio con su cuerpo por unos días antes de parir. Abatida, Gloria comprendió al fin el empeño de Bandida por construir su refugio. Sintió compasión por Bandida y por ella misma. Tanto que habían trabajado las dos escarbando y tapando el agujero. Luego advirtió que tenía un nuevo problema encima: deshacerse de las crías. ¿Quién iba a quererlas?

El asunto se repitió cada vez que la perra se quedaba preñada. Ya no era solamente alimentarla, limpiar la mierda, aguantar las quejas de los vecinos, bañarla, ahora habría que buscarles casa a los recién nacidos, y después tapar agujeros del tamaño de tumbas cual Émulas de Sísifo repitiendo su condena una y otra vez. Se estaba amargando… y Bandida también. Se le fue acabando la alegría en ese minúsculo pedazo de tierra donde estaba presa, sin poder correr, sin poder demostrar su inteligencia, sin recibir algo de afecto de sus amos. Las largas orejas negras se le pegaron a la cara como lacias de tristeza y Gloria, aunque no entendía de perros, intuyó que era demasiado para ambas.

El fin de semana que estuvieron juntas por última vez, Gloria estaba llorando en silencio en el patio, mascullando su impotencia bajo un cielo nocturno sin estrellas. Dentro de la casa, Francisco se había quedado dormido finalmente después de varias horas de su acostumbrada trifulca alcoholizada. Roncaba. Algunas botellas estaban rotas en el suelo de la cocina. José se había encerrado en su cuarto para no escuchar los gritos y hacía mucho que debía estar dormido también. Bandida estaba echada a los pies de Gloria. Quedaban pocas horas para el amanecer y había que ir a trabajar muy temprano, pero se quedó mucho tiempo más junto a su fiel perra. Había decidido cambiar el rumbo de su vida y tenía que pensar.

Gloria no se presentó el lunes a trabajar en la maquila. En vez de eso, llevó a Bandida al Centro Antirrábico Municipal donde terminaban su vida los perros callejeros que recogía el Centro. Durante el trayecto, miraba por el espejo retrovisor a Bandida y le pareció que nunca la había visto tan triste. Al llegar, vio decenas de perros encerrados en minúsculas jaulas que aullaban de pesar antes del sacrificio. Cuando entregó la perra al encargado, Bandida la miró una última vez comprendiendo todo. Gloria casi creyó escuchar lo que le decía en esa mirada. La perra no se resistió, agachó la cabeza y caminó hacia su destino. Gloria no pudo evitar llorar cuando se fue sin volver la vista de ese lugar. Fue la primera dolorosa decisión que tomaría ese día.