jueves, enero 15, 2015

La Foxconn en México: precariedad en la frontera. Un artículo de La Marea


En este enlace, Devi Sachetto, Profesor de Sociología del Trabajo en la Universidad de Padua (Italia) y Martì Cecchi, estudiante de Doctorado en la Universidad de Padua, hacen un análisis de Ciudad Juárez como ciudad industrial, específicamente el estado actual de las maquiladoras. Su investigación se centró en la multinacional Foxconn, que emplea a cerca de 22,000 trabajadores solo en esta ciudad. El retrato es fiel a lo que hemos conocido de esta empresa a través del tiempo en los medios: trato déspota, hasta 14 o 15 horas de trabajo diarias, salarios que no aumentan. La ubicación lejos del tejido urbano y la ausencia de organización sindical, la violencia que nos cubrió como una sombra interminable, complican la vida de los trabajadores que salen cada mañana a las 5 a ganarse el pan. Recomiendo la lectura de este reportaje de investigadores italianos.

Por favor lean el reportaje aquí:

La Foxconn en México: precariedad en la frontera

lunes, enero 12, 2015

Sobrevivir con minisalarios - por Sanjuana Martínez (@SanjuanaMtz) - FEMCAI











Sobrevivir con minisalarios - por Sanjuana Martínez (@SanjuanaMtz) - FEMCAI

Sombra de a mentiras, por Mary Tiburcio


Aquí les va este cuento de mi amiga Mary Tiburcio (Veracruz, 1955), abogada y escritora radicada en Ciudad Juárez desde hace muchos años. En este interesante texto hace una analogía entre la escasez de la sombra de un árbol y una falsa amistad. Mary Tiber, nombre con el que firma sus trabajos, tiene un libro de cuentos y se encuentra en búsqueda de publicación.

                                            Sombra de a mentiras
Llegó el día mi amiga Azalea y yo quedamos en vernos. Habíamos decidido tomar un café o lo que cayera, con tal de olvidar por un rato “este pinche calorcito”, dijo ella. Luego, entre risas agregó: “o un pisto platicado como en los tiempos de antes”. Nos comunicábamos seguido por el Face. Sus publicaciones me hacían reír tanto que pasaba por alto cierto tono ácido en sus comentarios. Hacía años que no nos veíamos. Le pregunté que si había cambiado mucho, dijo que no, que la reconocería luego luego. Nos decidimos por un lugar muy cercano a mi casa, así que decidí caminar. Cuando el sol me dio de frente recordé que la ciudad estaba pasando por una onda "cálida", decían los de la tele. Será más bien hirviente, pensé, cuando el sudor se extendió por mi rostro. Para olvidar que todavía faltaban dos cuadras me concentré en la sombra de un árbol que alcancé a ver. Sería un descanso, esa esperanza y  el gusto de ver a mi amiga de antaño aminoraron el ataque del sol.
            Desde la escuela sentí simpatía por las carcajadas de Azalea. Confieso que en esa época yo imprimía dureza a mi mirada para ocultar una sensación de miedo que hasta ahora reconozco. Siempre pensé que Azalea era audaz. El enrojecimiento de mi piel interrumpió mis pensamientos. El ardor me recordó nuestra travesura favorita. Ella me enseñó a encajar cerillos en un chicle que pegábamos en la parte inferior del asiento de algún compañero del salón. Azalea  sugería el nombre, casi oigo su voz chillona diciendo: "y el agraciado es….".  Era ella la que prendía el cerillo pegosteado en la banca del elegido. Generalmente escogía a uno de los más aplicados o a las más bonitas.  Creo que en una ocasión que saqué nueve en Inglés la sorprendí poniendo el chicle bajo mi banca. Azalea solo reía diciendo “¡Uy!, qué carita pusiste. Asustas con esa mirada”. Me pasó el brazo por los hombros y me dijo: “Eres buena onda”.
El alivio que esperaba del árbol no llegó. La sombra era de a mentiras. Observé orificios en la mayoría de las hojas. El sol parecía burlarse filtrándose por los agujeros. Luego sentí comezón en las piernas. ¡Estaba parada encima de un hormiguero! Decenas de pequeños insectos subían por mis pies, entonces entendí que la frondosidad del árbol era ilusoria, las hojas estaban muertas y las hormigas se alimentaban de sus restos. Seguí mi camino  pensando en la semejanza entre la quemada por sol y por veneno.
            Al fin llegué. Había varios comensales. Al fondo estaba una señora gorda y arrugada, no era ella, no podía estar tan vieja. En las mesas de la entrada vi a una chava delgada y elegante, tampoco podía ser Azalea, se veía demasiado joven. Para mi sorpresa la muchacha alzó la mano.
            “Hey tú, pareces ciega”, gritó desde su asiento y soltó una carcajada que sí reconocí. Era Azalea. Alguna vez comentó que desde su divorcio se daba la gran vida, pero nunca imaginé la drasticidad del cambio.
            “¡Hola, qué bárbara!, te ves súper joven”. Ella no contestó de inmediato. Estaba absorta inspeccionando mi aspecto. Aunque su silencio me desconcertó, también empecé a observarla. El tono verdoso de su atuendo me recordó al árbol que recién había visto. La textura del vestido y el diseño gritaban precisión en calidad y corte. Tenía un escote cuadrado y en la parte superior se apreciaban orificios que dejaban ver otra tela que asemejaba follaje. Me deslumbró el relampagueo de una esmeralda que lucía en el dedo anular. ¡Uuu!, me dije. Y yo con pantalones de mezclilla y blusa artesanal. Lo peor eran los kilos que se me desbordaban por encima del pantalón. Su voz chillona me devolvió a la realidad.     
— Oye, ¡mira nomás como te pusiste! No vas a caber en la silla, tendremos que cambiarnos a uno de los sofás —, dijo, a la vez que lanzaba una de sus carcajadas —. Ignoré sus palabras y me senté en la silla frente a ella.
            — ¿Cómo están tus hijos?
            Azalea cruzó la pierna. Con tono de desenfado contestó.
            — Dos de ellos juran que serán cantantes famosos. ¡Pinche par de huevones! Solo uno trabaja en horario de oficina: Daniel, el mayor, el que se fue con mi exmarido.
            No supe si esperaba que yo hablara mal de sus hijos, preferí algo más cotidiano.
            — Pues tú te ves muy bien.
            Ella volvió a inspeccionarme y soltó una risotada que parecía llanto.
            — Ay, mija, gracias. Tú nomás tuviste un hijo y estás algo gordita. ¡Ah!, y sigues teniendo la mirada de animal al acecho.
            Pasé por alto sus comentarios. Creí que pronto me diría: “eres buena onda” y empezaríamos a recordar nuestra época de estudiantes. No fue así. Ella siguió observándome.
            — ¿Por qué vienes tan sudada? No me digas que no tienes carro y solo me buscas para pedirme prestado.
            Entendí entonces por qué me recordó al árbol.  La risa y elegancia de Azalea eran como una sombra de a mentiras.


viernes, enero 09, 2015

Incredulidad, por Francisco García Salinas


Francisco García Salinas es poeta y narrador juarense.  Hoy nos comparte un desgarrador texto que reproduce la angustia del secuestrado y nos desvela el rostro verdadero detrás del secuestrador: la miseria y sus tentáculos. Francisco García es miembro del Colectivo de narradores Zurdo Mendieta desde hace varios años.   
Incredulidad
“Es la primera vez que me alegro de no tener hijos. Y no es que me alegre con esa alegría que dura para toda la vida, sino con esa otra que te hace salir de un apuro y  te pone contento aunque sea por un rato y te abre la cabeza para pensar mejor. Así los hijos que no he tenido no van a sufrir si estos me hacen algo. Acaso mi madre, pero ella ya mucho ha sufrido, como quiera sabe qué hacer”.
            — ¿Te quedas callada?
            — No te lo voy a repetir. ¿Cuántos hijos tienes y cómo se llama tu esposo?
            — No tengo ni hijos ni esposo.
            Y era cierto, Ofelia no tenía hijos, al parecer nunca tuvo la oportunidad de probar su fertilidad. De sus cuarenta y cinco años, solo diez no ha trabajado en la tienda. Sabe todo sobre abarrotes y vecinos. Puede cargar una bolsa de frijol y saber si le faltan o sobran cincuenta gramos; puede ver a un vecino y saber si su esposa lo engaña o su hijo usa drogas. Pero no tiene hijos y, al parecer no había caído en la cuenta de eso. Muchas veces le han hecho bromas sobre su soltería, pero su buen carácter la hace reírse de ella misma, por eso no esperaba que la primera pregunta que le hicieran sus secuestradores fuera sobre la maternidad. “No tengo hijos ni esposo”. La frase resuena en  su mente. Es la primera vez que tiene que hacerse ella misma la pregunta y darse una respuesta satisfactoria. Ya no basta una broma o decir con una sonrisa inconsciente que no los tiene. Lo de menos es responder a los secuestradores. La pregunta propia es la lastimosa ahora: “¿dónde están mis hijos?, ¿dónde están? Toda la vida trabajando y no tengo hijos”. La respuesta es urgente, al parecer no tendrá mucho tiempo para pensar.
            — ¿Te quedas callada? ¿Cómo se llama tu hijo el que trabaja en la tienda?
            Ofelia sigue en silencio. Nunca se imaginó ser la madre del Fer, pero le gusta la idea. Fernando lleva trabajando con ella más de ocho años, es güero como ella. La confusión la consuela. No responde. Los secuestradores se ponen más violentos y le dan un golpe en la cabeza, ni así se le borra la imagen de Fernando.
            — ¡Déjate de pendejadas, Güera!
            Ni el secuestrador, que apenas terminó la primaria y que desde muy chico se metió al mundo de las drogas lo puede creer. Apenas tiene diecisiete años y es el mayor de seis hermanos. Su madre lo parió a los catorce, desde entonces no dejó de dar a luz. El último chamaco tiene seis meses. La mujer apenas si se puede mover, quedó muy lastimada y ya parece una anciana. Ofelia podría ser su madre, pero no tiene hijos.
            — ¿Por qué me pegas?
            La sangre escurre por la boca de Ofelia. El Chori le ha dado un golpe y le grita lleno de coraje.
            — Toda la lana que tienes y no tienes hijos. ¡Pinche vieja mentirosa! — Y le da una patada —.
            — Llámale al jefe, él nos dijo que la doña tenía tres hijos y que iba a estar fácil el jale, se me hace que levantaron a otra. — El Loco no daba crédito a la respuesta de Ofelia —.
            El Chori ha vivido en la miseria desde que nació. Martha, su madre, lo vistió de pura ropa usada, a veces se la regalaban y a veces la compraba en las segundas. Ahora con lo de los secuestros ya empezó a comprar ropa de marca. Pero eso es solo apariencia, las marcas de la ropa no borran las marcas de la vida y al Chori, al parecer, le gusta llevarlas por dentro y por fuera. Martha hizo de todo para alimentarlo, la prostitución y la venta de drogas no fueron la excepción. Tiene treinta y un años y se ve más acabada que Ofelia. Quizá por eso el Chori la golpea, o quizá porque si ella hubiera sido su madre, no habría pasado las experiencias que pasó o no se hubiera metido al mundo de la criminalidad. Pero su madre es Martha y ella está buscando cómo seguir alimentando a sus otros hijos. El Chori no le da nada de dinero, si acaso le compra una papitas, cada nunca, a sus hermanos, pero nada para Martha.
            — Sí, es la morra — dice el Muerto —, y también tiene hijos; dice el jefe que le saquemos la sopa a madrazos, pero que no la vayamos a matar, la vieja tiene mucha lana.
            El Chori se levanta, mira a Ofelia como nunca ha visto a nadie. Le da otra patada y empieza a llorar, nadie entiende qué le pasa. Se limpia las lágrimas con la mano y golpea más a Ofelia.
            — Ahora sí me vas a decir el nombre de tus hijos o si no, yo mismo voy a ir a buscarlos y los voy a traer y te los voy a hacer pedacitos. ¿A poco toda la lana que ganas es para ti sola? ¿Cómo se llaman tus hijos pinche Güera?
            Ofelia calla, la respuesta está dada pero el Chori no acepta el silencio como respuesta. Por su mente pasan los recuerdos de su vida y se mira solo y miserable, también pasan las imágenes de sus seis hermanos amontonados en los dos cuartos donde viven. No aguanta más. Ofelia se queja, pero se siente en paz, al parecer ha dado buena respuesta a sus interrogadores. El Chori pierde la cabeza y saca la pistola.

            — ¡Muérete pinche vieja egoísta y no andes viniendo al mundo si no tienes hijos!