viernes, noviembre 02, 2012

Supervisor de Empresa Sam Won golpea a sus empleados

Kim Jaeoak, supervisor coreano de la empresa Sam Won, golpea a sus trabajadores con patadas voladoras en Querétaro. Indignante que esto suceda, son los métodos todavía usados en algunos países. Les van a clausurar su empresa temporalmente. Yo digo que la cierren y la obliguen a liquidar a todos los empleados!


Clausuran empresa donde golpean a empleados

Querubín




Cuando supe que mi hermanita Patricia había fallecido, yo tenía solo cinco años, ella, veintiún días.  Como a los niños de esa edad no se les cuentan muchas cosas porque los adultos creemos que no las entienden, nadie me dijo en qué momento pasó de estar viva a estar muerta. Trato de recordar la imagen viva o muerta de su carita. No lo logro. Han pasado tantos años.
Rescato un puñado de imágenes mezcladas alrededor de la efímera vida de Patricia y veo a mi madre en su embarazo del sexto hijo. Usa un vestido de maternidad que se pone con frecuencia a lo largo de nueve meses, quizá porque tenía pocos, o porque le gustaba mucho.  Sobre el fondo negro de la tela, cuernos de la abundancia de muchos colores se repetían. Me gustaba mucho verlos por la lozanía y brillantez de las frutas estampadas de varios tipos, que se esparcían fuera de la cornucopia, en un derroche de saludable vitalidad y belleza. Quizá mi madre escogió la tela con el deseo de que trajera buena suerte para Patricia, que ahuyentara la pobreza de su vida futura. Ella misma escogió la tela y se hizo el vestido porque era modista.
Del nacimiento de Patricia tampoco me dijeron nada, solo sé que un día mi abuela llegó, se quedó a cuidarnos y dos días después llegó mi mamá con la niñita que se murió a las tres semanas. ¿Recordará ella sus rasgos, el color de su piel y de su pelo, el tono de su llanto, el día de su nacimiento, la forma de sus manos? ¿O se le confundirán los recuerdos con los de sus otros hijos? 
De alguna manera, sin ser consciente de lo que es la pérdida de la vida humana, supe un mal día que mi hermanita, a la que no llegué a querer como a mis ocho hermanos, Patricia amaneció muerta. Hubo mucho movimiento en la casa.  Con claridad evoco a mi madre frente a la máquina de coser cosiendo un ropón de satín blanco. Aunque no lloraba, pude advertir en su semblante el peso de su tristeza mientras la tela se deslizaba debajo del pisacostura. Ella no es mujer de llorar, yo creo que ya tiene demasiadas lágrimas por dentro. Aguantó de todo y se llenó de resignación.
En el jardín de la casa de mi tía, no muy lejos de la nuestra, había flores de cempasúchil. Fuimos a cortarlas y las acomodamos con las flores hacia arriba en una tina para lavar la ropa. Para que no se marchitaran hasta la hora del funeral, mi tía echó un poco de agua en la tina. El olor del cempasúchil nunca se te olvida, es una fragancia agradable pero penetrante a la vez, que recuerda al campo y que perfuma todo, tanto así que me quedó grabado el olor de las flores más que las facciones de mi hermana.
Las flores de mi tía eran muy pocas y alguien fue a comprar más. El ambiente era de fiesta para los niños. Habían venido todos los primos, así que nos pusimos a jugar. Mientras, vistieron a Patricia con su vestido blanco de primera comunión, de quinceañera y novia, pues ya no viviría para ninguna otra celebración. Tenía una diadema con flores blancas también. No sé si sus manitas estaban entrelazadas, como se las acomodan a muchos muertos. Después la pusieron en el féretro infantil también blanco, el más pequeño que encontraron, aun así, le quedaba grande. Parecía una muñeca en exhibición. Pregunté por qué la habían vestido de blanco, yo hubiera deseado que su ropa fuera de colores vistosos, como los de mis muñecas. Mi madre me dijo que porque era un angelito que iba al cielo. No comprendí por qué los ángeles tienen que tener la ropa blanca, ni por qué si era un ángel, no tenía alas.
Después nos fuimos al cementerio. ¿Era el Tepeyac o el Municipal? En una troca subieron la tina con las flores de cempasúchil. Mi mamá y mi papá, mis tías y mis primos, fuimos en carros de taxi porque no teníamos carro propio. Cuando bajaron la cajita blanca a la tumba no hubo llanto. Puede ser que mi madre haya llorado quedamente, tal vez lloró por dentro, pero no me di cuenta. Solo vi que todos alrededor de la tumba estaban serios y pensativos. No podían sentir nada por ella si solo la habían visto alguna vez, o ninguna. Y allí quedó Patricia García Delgado, que pasó por los vivos como una estrellita fugaz, o una nubecita, durante una brizna de existencia. Tan breve, que su recuerdo, como destello, se va difuminando en los entresijos de la de los de su sangre. Ni su tumba existe ya.
 En el nuevo embarazo de mi madre tres meses después, ya no volvió a ponerse el vestido con los cuernos de la abundancia que me gustaba tanto.