lunes, junio 21, 2010

LA CUNA BLANCA

La Cuna Berthe Morisot 1872

En las orillas del colchoncito de la cuna blanca, agazapados bajo el cordón que lo bordeaba tanto arriba como abajo, las chinches esperaban pacientemente el momento de conseguir su alimento o perecer de inanición. Su volumen disminuido por el hambre las mantenía ocultas de un golpe de vista y a menos que a alguien se le hubiera ocurrido inspeccionar detenidamente el colchón y cada resquicio y grieta de la madera donde descansaba, las chinches pasarían desapercibidas hasta el momento en que una víctima les ofreciera su precioso líquido vital. Hasta no hacía mucho tiempo habían chupado la sangre de una pequeña criatura deliciosa cuando de pronto ellas y la cuna con su colchón azul fueron arrumbadas en un rincón oscuro y húmedo de un cuarto inhabitado de la casa. Desde entonces permanecieron sin mover sus regordetes cuerpos perezosos como reyezuelos esperando la atención de una corte arrodillada.

En los largos meses que siguieron, algún gato y un que otro ratón que encontraron refugio pasajero sobre el colchón para mitigar el frío, mantuvieron con vida a las chinches más fuertes y rápidas para aferrarse a los cuerpos tibios que huyeron no mucho después de descubrir a las pequeñas sanguijuelas. Si la naturaleza lo hubiera permitido habrían podido escuchar el sonido de una llave abriendo la cerradura de una puerta seguida de unas voces que inauguraron el silencio largamente contenido.

- Llévese esas cajas con zapatos viejos, aquellas bolsas con ropa y ese ropero también. Con una mano de barniz lo puede vender a buen precio, mire, si ni el espejo está roto.

- Sí señora, ahora subo todo a mi camión. Y aquella cuna blanca en el rincón ¿también se va a deshacer de ella? Dijo el hombre evaluando con mirada de periscopio todos los trastos de la habitación llena de polvo y en desorden.

- Sí, claro, llévesela también. Necesito vaciar las habitaciones para empezar a arreglar la casa. Lo que no se lleve, lo tiraré a la basura. No entiendo por qué los antiguos dueños no se la llevaron si se ve en buenas condiciones.

El ropavejero subió todo al viejo camión con urgente necesidad de una mano de pintura pensando en sacar algún dinero con la venta de los trastos encontrados, sobre todo por la cuna que a pesar de todo era bonita y no tenía maltrato. Las chinches no salieron de su letargo sino hasta sentir el traqueteo de la cuna y entonces despertaron a la vida.
La brillante luz del sol magnificada por la blancura de la cuna pegó de lleno en el colchón y los pequeños vampiros debilitados se replegaron encogiéndose aún más en las rendijas y en los dobleces de la tela azul como soldados en sus trincheras bajo un ataque desigual.
La cuna fue a parar al patio del hombre que comerciaba con la paradójica condición ambivalente de los objetos. Inservibles para unos, imprescindibles para otros. Su mujer pondría en venta la mercancía variopinta al día siguiente mientras el ropavejero, iluso gambusino, emprendía un nuevo recorrido en su búsqueda de artículos que la gente ya no quería para ganarse la vida.
Un viernes por la tarde Lucía descubrió la cuna. De regreso a casa desde la esquina donde bajaba del autobús pasaba a diario por donde el ropavejero y su mujer exponían las cosas ya desempolvadas y un poco arregladas para su venta. Pensó en la cama de tamaño individual donde José, que tenía ya casi dos años, y ella dormían apretujados sin espacio para extenderse a sus anchas. Después de preguntar el precio malabaró mentalmente el escaso salario que acababan de pagarle en la maquiladora de arneses y a pesar de saber que lo que quedaría apenas alcanzaría para el bote de leche de José, la ilusión de la cuna la impulsó a comprarla.
- ¿Cuánto por la cuna, señora?
- Quinientos pesos.
- ¿No me la puede dejar en cuatrocientos?
- Bueno, mire, por ser mi vecina, se la dejo en cuatrocientos. Vale mucho más, ¿eh? Fíjese que hasta el colchón está casi nuevo.
Lucía sacó el monedero y le dio dos de los tres billetes de doscientos pesos que llevaba y a la vieja se le alegraron los ojos.
- ¿Pero cómo me la llevo?
- Mis hijos se la llevan hasta su casa.
La efímera felicidad de la mujer del ropavejero se empezó a evaporar conforme los dos jóvenes que ayudaron a llevar la cuna hasta la casa que no quedaba lejos de allí se alejaron.
Algunas chinches salieron volando cuando Lucía aporreó el colchón con una sábana para quitarle el polvo y los pelos de gato que tenía encima antes de meter la cuna a la casa. El sol ya se había puesto y no pudo ver las chinches que quedaron escondidas, aferradas a la tela con los pelos de sus patas. Puso la cuna junto a la cama y colocó una sábana limpia y una pequeña almohada encima del colchón antes de acostar a José en ella. Su mirada recorrió los pocos muebles de la única habitación y comprobó que el mejor de todos era la cuna blanca que acababa de comprar. Cambió el pañal mojado de José, preparó su biberón y se sentó en la cama frente a la cuna mientras lo tomaba. José la miraba sonriendo mientras succionaba su leche y poco a poco se quedó adormecido con las caricias de su madre.
Lucía tenía hambre y cenó lo poco que encontró. Se fumó un cigarro mientras le daba vueltas a las ideas intentando encontrar una manera de resolver sus problemas económicos. Se acostó sin respuestas como todos los días pero no tuvo tiempo de llorar. Se quedó dormida enseguida.
El calor que desprendía el cuerpo de José en la cuna despertó a las chinches. Sacaron sus pálidos cuerpos moribundos de los recovecos de la madera y el colchón azul y corrieron en tropel hacia su nueva fuente de alimento. Inyectaron sus trompas y chuparon la sangre de José hasta dejar los cuerpos negros y henchidos. Saciados, volvieron a sus escondites con dificultad para repetir la operación cada noche.
Lucía no notó las picaduras hasta algunos días después, cuando José se revolcaba inquieto en la cuna llorando por la comezón. Al principio creyó que se trataba de algún mosquito, pero al quitar la sábana del colchón para lavarla notó los rastros negros, evidencia del hartazgo de los insectos. Revisó entonces más detenidamente y pudo ver a los felices insectos y a su nueva progenie mostrándose sin pudor. Asqueada, sacó entonces el colchoncito azul y la ropa que había sobre ella al frente de la casa y les prendió fuego. Examinó luego la cuna y allí, en cada hueco, la negrura de batallones de chinches habían hecho su refugio. La cuna estaba en contacto con el colchón viejo y roto de la cama donde dormía Lucía y fue fácil descubrirlas también allí adueñadas ya del espacio de sus sueños.
Las chinches se apelotonaron inútilmente en los extremos del colchón mientras las llamas crepitaban. ¡Cuánta tenacidad para existir consumida en tan brevísimo instante!
Ya era de noche cuando Lucía terminó de quemar la cuna, su colchón y la ropa de cama que la vestía. Buscó unas mantas viejas y las puso en el suelo para acostar a José. Ya no le dio vueltas a las ideas para buscar solución. Se sentó en una silla y se fumó un cigarro. Lloró.

Elpidia García
Enero 2009

martes, junio 15, 2010

CAJA ROJA DE HERRAMIENTAS

Esta mañana encontré a Delfino, hasta ayer siempre dicharachero y relajado, llorando a viva voz recargado en una de las columnas interiores de la fábrica. La caja roja con las herramientas en el suelo. Yo iba pasando aprisa en dirección al área donde se reciben los materiales para dar las primeras instrucciones del turno. Impertérritos, algunos lo miraban con lástima sin abandonar sus tareas.

Regresé mis pasos hacia Delfino y lo abracé ante las miradas de decenas de trabajadores. ¿Qué puedes hacer cuando ves a alguien llorar tan desconsoladamente? Así abrazado me lo llevé afuera para que desahogara el sentimiento y para que escondiera la desnudez a la que lo exponía el llanto. Se dejó llevar como un muñeco de trapo hasta un rincón con sombra. Las lágrimas corrían demasiado abundantes para un hombre en sus cincuentas que se les da de duro. Unas manos toscas con las uñas ennegrecidas colgaban inertes a los lados del cuerpo del hombre que ocupaba su tiempo dentro y fuera de la fábrica en manejar herramientas, aceites, gasolinas y solventes. Le quité el desarmador que llevaba sin saber muy bien por qué y ya lejos de las miradas le dije: respire profundo Delfino, recompóngase hombre. Y dígame qué le pasa y si lo puedo ayudar en algo. Escuché mis propias palabras devolvérseme como un eco al estrellarse en la montaña, sin llegar a ningún lado. Mientras se calmaba poco a poco miré el cielo sin nubes y sentí el viento matinal ya caliente. Será un día infernal, pensé.

Con la voz entrecortada se sinceró conmigo:

- ¡Es que de pronto me sentí tan triste! ¡Siento que ya no puedo más!

Yo sabía de qué hablaba y el peso que Delfino cargaba como un condenado y no atiné las palabras de consuelo para un dolor de ese tamaño. Lo encaminé a la enfermería. Tenía la presión alta. Le dieron un calmante y allí lo dejé deseándole que se sintiera mejor pronto.

Una hora después lo encontré con la mirada ausente ajustando una máquina que había fallado, la caja roja con las herramientas a un lado.

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Daniel estaba inclinado bajo el cofre levantado. Maniobraba en el motor del carro intentando quitar una banda que se había roto. Su padre estaba debajo del carro quitando tuercas para quitar una pieza. Los dos arreglan carros después del trabajo en la maquila en la cochera de la casa que usan como taller. Un carro se acercó haciendo rechinar las llantas. Un arma que asomaba escupió en un instante los balazos que se incrustaron en la cabeza y el cuerpo antes de que Daniel pudiera voltear hacia la calle para ver a sus enemigos que dispararon sin bajarse. El padre salió tan rápido como pudo. Corrió y se colgó de una de las ventanillas con el carro en movimiento. Gritó algo inhumano al que blandía la pistola mientras grababa a fuego su rostro en la memoria. Cayó al suelo y los asesinos huyeron. Regresó al taller y colocó al hijo por el que ya no había nada que hacer para que expirara en sus brazos los últimos instantes de sus veintiún años.

domingo, junio 06, 2010

SUDOR EN LAS MAQUILAS



La Primavera no ha terminado todavía y ya nos golpea un calorón de 42 grados centígrados en esta frontera azotada ya por muchos otros flagelos. Para los que tienen su aire acondicionado esto no es problema siempre y cuando paguen el estratosférico recibo que la Comisión Federal de Electricidad les hará llegar con toda puntualidad, cómo no! Pero en muchas de las empresas maquiladoras con tal de ahorrarse una buena suma en el servicio eléctrico, ya de por sí pagan bastante por toda la maquinaria funcionando dos o hasta tres turnos de trabajo, mantienen los aparatos enfriadores de aire funcionando al mínimo o algunas otras ni siquiera los encienden, así que imaginen el ambiente caldeado bajo el que miles de trabajadores realizan sus labores. Debería haberse incluido una cláusula en el Tratado de Libre Comercio (NAFTA) donde se especificara que debería ser obligatorio para las empresas el proporcionar un ambiente digno para los trabajadores de las maquilas.

Encontré este video de la película Real Women Have Curvs (Las Mujeres Verdaderas tienen Curvas, dirigida por la colombiana Patricia Cardoso, 2002) que puede darles una idea muy aproximada de cómo se sienten las trabajadoras de una fábrica textil, donde las condiciones de explotación laboral suelen ser peores que en las que se dedican a otro giro. Métanse en la piel de ellas mientras lucen la moda confeccionada bajo duras condiciones de trabajo.