jueves, junio 22, 2006

EL ETERNAUTA SIGUE DANDO UNA LECCIÓN HOY

Intentar comentar a destiempo sobre esa fantástica obra El Eternauta a casi cincuenta años de su creación sería ocioso si no fuera porque su legado nos sigue tocando algo muy íntimo cada vez que la leemos. Cuando Ricardo – quien sabe tanto de cómics que merece un segundo título de doctor por sus conocimientos en la materia - me insistió en que lo leyera, confieso que tuve pereza de emplear mi tiempo en un cómic de 345 páginas atiborradas de pequeñas viñetas en blanco y negro, y con textos muy extensos. He de decir que en 345 páginas no hay una sola viñeta aburrida. Otro inconveniente era su incomodísimo tamaño de 27cm por 39cm. Imposible de leer en la cama. Indagando un poco más me di cuenta que esta obra maestra del argentino Héctor Germán Oesterheld (1917-1977), y dibujada por el argentino-paraguayo Francisco Solano López, es ya un icono en el mundo. Una búsqueda en Google arroja unos 195,000 resultados en la red, así que lo que yo pueda agregar no es novedad. El Eternauta es una obra fantástica cuya historia está estructurada con una inteligencia que asombra. Mucho se ha dicho sobre la supuesta intención de Oesterheld, disfrazada de obra de ciencia ficción, de denunciar la dictadura en Argentina y sobre el mensaje que enviaba, a través de sus personajes, a los lectores para resistirla. El caso es que El Eternauta es una obra de arte sin igual sobre la lucha por sobrevivir, la amistad, el amor, la solidaridad, y la esperanza. Todo ello aderezado con momentos poéticos sublimes y con un final circular sorprendente.

La historia comienza con una nevada mortal lanzada por una invasión de otro mundo que pretende conquistar la Tierra para esclavizar a sus habitantes. Juan Salvo, su familia y sus amigos se salvan milagrosamente e iniciarán entonces una lucha desigual para mantenerse con vida e intentar salvar al mundo. El planteamiento de la estructura organizacional de los invasores nos ofrece un panorama donde vencer a los enemigos puede resultar imposible. Los “Ellos”, son los máximos dirigentes del ataque invasor que jamás son vistos. Bajo su mando actúan los “Manos”, maravillosos seres que Oesterheld dotó de esa personalidad que de una manera excelsa, reprocha a los “Hombres” su pequeñez de espíritu para comprender el valor de la naturaleza que los rodea y de su propia grandeza. Los “Manos” a su vez comandan a los “Cascarudos”, los “Gurbos” y los “Hombres Robot”. Los Cascarudos eran seres que habitaban en paz sus propios planetas, libando gigantescas flores, mientras que los Gurbos eran los seres más feroces de su tierra.

Para evitar que los Manos se rebelen, los Ellos les insertaron la “glándula del terror”, que segrega un veneno mortal cuando por alguna razón se asustan. Y para dominar a las otras razas, los Manos se valen de “Teledirectores” que, insertados en las nucas de los Hombres, Cascarudos y Gurbos, controlan sus acciones a través de mandos electrónicos de una tecnología superior. El afán imperialista de los Ellos, queda entonces comprendido cuando sabemos que los invasores no son sino piezas de ajedrez movidas a distancia.

Algo que llama la atención en la estructura organizacional de la invasión es la cantidad de analogías que pueden surgir si se comparan con el mundo actual. Se pueden encontrar en todos los niveles de poder, político, económico o militar. Oesterheld, con toda genialidad recreó una realidad al tiempo que desarrolló un modelo; a la vez que nos dio una lección maravillosa de la lucha de los hombres ante quienes pretenden doblegar su espíritu. Qué pena que luego quienes se sintieron identificados con los personajes invasores de la historia acabaran con su autor y miembros de su familia. No así con su obra, que sigue más viva que nunca. Mientras sigamos leyendo El Eternauta, el Juan Salvo de Oesterheld sigue viajando en su eterna búsqueda por aquello que realmente importa.

Imagen: Mano de Pablo Gómez

sábado, junio 10, 2006

LA HISTORIA INCOMPLETA

Dedicada a mi mamá con amor.

Esa mañana de agosto, Hermila entretiene sus sueños explorando las llanuras extensas más allá de la parcela. Para un niña de doce años que vive en un rancho mexicano sin electricidad, no hay demasiadas alternativas de diversión salvo aprovechar la luz del día para dejar juguetear a los personajes de su fantasía. Hace ya rato que ella y sus hermanas dejaron los juegos de siempre: la quemada, la roña, los encantados, y hasta hicieron una pelota nueva con las medias rotas y viejas que consiguieron con las vecinas. La casa está al pie del cerro y todo lo demás, menos la parcela, no es más que un monte rabón. Allí no hay árboles, ni nada que dé sombra. Las únicas plantas que pueden ocultar a medias los rayos del sol que en el verano caen a plomo, son los mezquites, que crecen más altos junto a la acequia. Hasta allá se fueron las hermanas para resguardarse del sofoco del calor. Hermila sin embargo, no pierde tiempo. Aunque el sudor le escurre a chorros por la frente y el sol tuesta aun más el color canela de su piel, su inquieta mirada despliega sus alas y vuela; se posa en una roca, luego se alza al azul y aunque brevemente, se atreve a deslumbrarse con el halo solar que castiga su altanería obligándola a volverse abajo un instante sólo, para luego remontar en galope hacia el monte y volver a empezar a buscar lo que no sabe que busca. Mucho después, cuando la tarde cae, Hermila desanda el camino. Salvo el nuevo canto de un pájaro, nada le reveló el monte este día. Su madre la espera en la puerta.

- ¿Pues dónde andabas? Las muchachas ya tienen rato que volvieron. Ya te he dicho que no te andes yendo tan lejos.

- Estaba dando la vuelta.

- ¿La vuelta? ¿Y para qué? Si en el monte no hay nada que ver, ¡ándale, métete ya y prende los aparatos!

Aunque afuera aun no oscurece, dentro, la casa está ya en penumbras. Hermila rellena los depósitos de los quinqués con petróleo, enciende las mechas y lleva uno a cada habitación. Don Tomás llega al rato, oliendo a sudor y a tierra, con el azadón al hombro y en una mano la bolsa con los trastos vacíos donde llevó la comida del día. El cansancio le cruza el rostro moreno como una vieja cicatriz. Las muchachas de vez en cuando le ayudan en la parcela pero no tienen la fuerza ni el aguante de los hombres. Aunque trabajó todo el día, con los ánimos que le quedan, todavía reparte los panes de su alegría y ríe con ellas cuando lo reciben con sus abrazos. Luego de beberse un jarro de agua fresca de un solo trago, saca un periódico de la bolsa del almuerzo. Hermila al verlo casi se lo arrebata y empieza a leerlo con ansia, pero lo suelta de mala gana cuando Cuca, su madre, va a servir la cena pues tiene que ayudar a poner la mesa

- Papá, ¿de cuándo es el periódico?

- Pos’ ha de ser de la semana pasada m’ija. Lo traía Valentín en la troca cuando vino a dejarme fertilizante y se lo pedí, ya sé que te gusta leerlo, y a mí también.

- En cuanto acabemos de cenar, lo voy a leer.

La cena transcurre en calma mientras la oscuridad total devora todo afuera. Más tarde, las muchachas ríen y hacen bromas mientras se cepillan el pelo largo y se lo trenzan antes de acostarse. Don Tomás se quedó dormido en la silla después de la cena hasta que Cuca palmeó en su espalda para que se fuera a la cama. Hermila prefiere quedarse en la mesa para leer el periódico. Ávida, lee todas las páginas, ni las esquelas y anuncios se le escapan. En El Porvenir no hay escuela, pero ella aprendió a leer casi sola porque algo desconocido la impulsa a querer aprender todo lo que está a su alcance; de las piedras y de las plantas del monte, del cielo y de los surcos de la parcela. Los únicos libros en la casa son un par de tomos de estadística agraria que el comisario ejidal le regaló un día a Tomás, y Hermila es la única que los ha leído completos.

Después de lavar los trastos, su madre le recuerda que es hora de ir a la cama.

- Hermila, ya apaga esa luz, ¿o piensas quedarte leyendo toda la noche?

- Ya voy, es que estoy en algo interesante.

- Nada! A la cama dije.

- Está bien.

El soplo encima de la bombilla, llama al azabache nocturno a meterse en todos los rincones, y la negrura dentro de la casa iguala ya la de la noche sin luna ni estrellas.

Al día siguiente, las hermanas mayores de Hermila acompañarán a su padre a la parcela. Las labores del campo son muchas, y muchos brazos se requieren para realizarlas, aunque sean los de unas jovencitas despertando a la vida. En cuanto se deshace de la vigilancia materna, Hermila se lanza al monte esperando encontrar un sortilegio que le descubra los secretos de su existencia. Pero el monte luce igual que todos los días por más que intenta adivinar sus enigmas; allí no hay más que plantas rabonas de gobernadora, hoja senes, varas prietas, granjeles y mezquites que salpican el horizonte. En lontanaza, se levanta el aliento caliente de la tierra disformando lo que hay al otro lado. Hermila corre hacia allá pero se da cuenta pronto del engaño. Alguna que otra liebre surge de una mata y cruza como rayo la distancia hasta donde puede ocultarse en otra. Mientras pasa las páginas de su aventura, la niña arranca todas las flores rojas y acampanadas que puede de los ocotillos para ir chupando sus gotas de miel. Esas, los girasoles y las amapolas silvestres son las únicas flores con las que el monte disimula con modestia su infertilidad. Como todo se encuentra a ras del suelo, la mirada traviesa de Hermila juega curiosa con las piedras y las lagartijas miméticas que corretean moviendo la cola hasta sus escondites. En una bolsa de tela lleva ya una pequeña colección de piedritas curiosas y hasta un rosario negro que encontró en la vereda que va al pueblo. A lo lejos, alcanza a ver la figura empequeñecida de su madre que le hace señas. Es la hora de volver. Mientras regresa, algo amarillento aletea entre las ramas de una planta gobernadora. Se acerca y observa que se trata de algunas páginas con letras impresas. Su corazón se agita de curiosidad y las guarda en la bolsa de los tesoros. Luego corre hasta la casa para poder indagar su contenido. Cuca la reprende molesta con el mismo sermón.

- Otra vez te fuiste demasiado lejos, Hermila. ¿Cuántas veces te he dicho que no te vayas más allá de la acequia? Un día de estos se te va a aparecer el nahual.

Sin poner atención, le dice.

- ¡Mira, mira lo que he encontrado! ¡Voy a leerlo en la orilla de la acequia!

- No señorita, porque ya vamos a comer. Pa’dentro.

Diversas faenas no la dejaron leer su descubrimiento hasta llegada la noche. Para evitar interrupciones, después que todos dormían, se levantó sigilosa y encendió el quinqué de la cocina. Allí pudo estar en intimidad con esas letras que prometían contarle historias de otro mundo desconocido para ella, muy lejos del monte. Eran sólo unas pocas páginas que casi se quebraban al tocarlas por haber permanecido a la intemperie. En la parte superior de cada una leyó el título de la obra: Genoveva de Brabante. En el anverso, el nombre del autor: Canónigo Ch. Schmid. Esa noche hasta muy tarde leyó el trocito de la novela que contaba que el conde Sigfrido era advertido de que la guerra con los sarracenos era inminente, pues habían pasado a Francia desde España y avanzaban hacia Europa del Norte. Fue entonces que Sigfrido se despidió tiernamente de Genoveva, su esposa, para partir a la guerra y Golo, el malévolo intendente del castillo, quedó a cargo de su cuidado. Hermila reflexionó.

¿De dónde habrán salido esta hojas?, nunca las había visto. ¿Quién pudo haber tirado ese libro? Conozco todo lo que está escrito en las casas del pueblo y nunca lo vi. Alguien, tal vez de paso, lo tiró y el viento fue arrancando sus hojas hasta que llegaron aquí. ¿Y si hubiera más hojas?

Su deseo se convirtió en obsesión. En cuanto amanece, emprende la búsqueda y esta vez pide a sus hermanas que la ayuden a localizar páginas perdidas.

- Pero para qué las quieres, ¡si el libro no está completo!

- A lo mejor encontramos todas las hojas. Busquen bien.

- Mejor vámonos a jugar junto a la acequia.

- Bueno, pues si quieren vayan ustedes. Yo seguiré buscando.

Esta vez se aleja mucho más, pero logra encontrar más hojas. Algunas están rotas. Por la noche, durante la cena, cuenta lo que ha leído, pero nadie pone demasiada atención, salvo su padre, que atiende condescendiente con una sonrisa amorosa. Esa noche su madre no le prohibe que se quede leyendo en la cocina.

- “Una vez que nace su hijo en la mazmorra donde Golo la tiene encerrada, le pone por nombre Desdichado, por el triste destino que le espera y las circunstancias en que nació. Sigfrido mientras tanto, ajeno a todo, no sabe que Golo en su ausencia, condenó a muerte a Genoveva y a su hijo, y pronto cumplirá la sentencia”

Hermila tendría que armar la historia que como margarita deshojada iba encontrando cada día, imaginando las piezas del rompecabezas en su sitio hasta poder completarlo. Tendría que atar cabos, establecer conexiones, pues leía trozos finales, intermedios e iniciales desordenadamente. Varios días después durante la cena, su padre pregunta.

- ¿Te encontraste más hoy m’ija?

- Sí. En ellas dice que Roger y un soldado que lo acompañaba para matar a Genoveva en lo profundo del bosque, se arrepintieron, porque creían en su inocencia. Entonces deciden dejarla allí, pero la hacen prometer que jamás saldrá de ese lugar pues la matarían a ella y a su hijo. Y para probar a Golo que la mataron, le llevarían los ojos de un perro. ¿Pobrecita, no?

- Bueno, pues a ver si encuentras lo que falta para que nos cuentes la historia completa. Parece que es muy bonita.

- Creo que ya no hay más hojas. Hoy busqué todo el día y me fui todo lo lejos que pude pero ya no encontré más. ¿Me comprarás un día esa novela papá?

- Nosotros no tenemos dinero para libros, m’ija.

- Bueno, pero cuando menos podría ir a la escuela. Allí podría leer todos los libros que quisiera.

- Eso sí. El comisario ejidal me dijo que el año que entra ya habrá escuela en El Porvenir.

Desde entonces, Hermila leyó una y otra vez los trozos de la novela. Imaginaba a Sigfrido como lo relataba el autor: apuesto y noble, y soñaba ser amada algún día de la misma forma que él amaba a Genoveva. Pensaba en las paredes del castillo; en la espesa vegetación del bosque, tan diferente a la del monte. Decidió explorar por última vez y buscó debajo de las rocas. Subió al cerro y atisbó en sus escondrijos. Cuando se dio cuenta de que no encontraría ya más hojas sueltas, lanzó la vista como un reproche a la vastedad del monte y se sintió atrapada por su soledad. Comprendió que a menos que saliera de allí, no conocería el fin la historia, ni ninguna otra. Como pequeños destellos titilantes, llevaría siempre la historia incompleta de ese libro en la memoria para recordarle la luz del conocimiento que le fue negada como habitante de la aridez del monte.

El cuadro se titula Young Girl Reading a Book . Siglo XIX por Adolphe Piot (Francia). Puedes leer su biografía en inglés aquí.